escritora, periodista y crítica literaria

Si retrocedemos en el tiempo, el término colonia nace del concepto romano de conquistar, u ocupar, territorios fuera de la ciudad-estado de Roma. Sin embargo, los estudios actuales se centran en los pueblos que los europeos, ingleses y franceses principalmente, ocuparon a partir del Siglo XVIII y dominaron totalmente en el XIX, y que lograron su emancipación teórica en las décadas de los años cincuenta y sesenta. Y digo teórica porque, a pesar de esa independencia lograda casi siempre a costa de guerras crueles y destructivas, muchos de ellos continúan bajo una forma de colonialismo económico y cultural que los mantiene sujetos al poder de los ricos países industrializados.

DE JULIUS A MANONGO: EL CICLO DEL DESENCANTO

Existe el amor, la amistad, el trabajo (la literatura, en mi caso) y después no existe nada. La idea que me he hecho de ellos me ha permitido soportar una realidad siempre demasiado chata. Y el absurdo de la vida, el anonadamiento, y la nada”.1

La frase que abre este texto es del libro (Permiso para vivir) que Alfredo Bryce Echenique subtitula antimemorias. Muy adecuado el título; casi todos sus libros tienen que ver con algún anti. Como dice, la realidad es para él demasiado chata, y suele desembocar en un abismal fracaso. El amor se convierte en anti-amor, casi siempre, la política en anti-política, y así se acumulan los anti-todos en la larga tragicomedia que conforman sus novelas. Una tragicomedia -se comprende al leer sus antimemorias- basada en la vida del autor. Se llamen Julius, Martín, Manongo o Pedro, las máscaras se confunden sobre el rostro de sus antihéroes y el lector trata de encontrar a Alfredo Bryce Echenique detrás de cada una. La chata realidad los rebasa y el absurdo de la vida se hace presente a cada momento, “...porque llevan incrustada la tremebunda espada de la timidez y ese asunto de la falta de agresividad...”2

Los elementos románticos en la obra de Alvaro Mutis Maqroll el Gaviero, soñador de espejismos

Analizar la obra de un escritor de acuerdo a una corriente literaria específica es una pretensión ardua. Los términos romántico, realista, naturalista, ¿serán válidos aún en este tiempo cuando, como dice Carlos Fuentes, no hay textos huérfanos? Solemos encontrar ecos, un déjà lu que no invalida el encanto de lo nuevo. Porque el buen escritor escucha también esos ecos, confundidos en el ir y venir de su recuerdo y su imaginación, los transmuta y los convierte en algo propio. Por otro lado, es cada vez más difícil adjudicar etiquetas convencionales a un estilo, incluirlo en el archivo académico con un nombre dado. Los géneros ya no se instalan en una u otra de las innumerables orillas que encauzan los ríos literarios; transgreden los límites definitorios, se mezclan y se entrecruzan en una transtextualización constante. Esas etiquetas, que tan prolijamente catalogan las obras a lo largo de la historia de la literatura, que de alguna manera permiten al estudioso cortar el tiempo en rebanadas cronológicas y colocar en ellas a los creadores, porque capturaron las nuevas tendencias o las impulsaron, ya no resultan tan nítidas. Romántico implica un movimiento estético, ideológico e incluso social, con su lugar en el tiempo y la historia, y también un estilo, una visión que ha perdurado.