escritora, periodista y crítica literaria

Michel Tournier (París, 1924) -Premio Goncourt, Gran Premio de la Academia Francesa- es autor de novelas, relatos, ensayos y un buen número de libros para niños y jóvenes. Es interesante tomar en cuenta este último aspecto de su obra en el total; su relación estrecha con la filosofía y la metafísica, el universo complejo y muchas veces cruel que recrea en sus libros no logran descartar del todo la sombra del mundo fantástico y atormentado de la infancia. En El viento paráclito (1977), Tournier se desnuda en un viaje honesto por los caminos de sus convicciones y sus fantasmas, y ofrece claves importantes para desentrañar su obra. Además de rendir homenaje a sus padres literarios (Flaubert, Valéry, Colette) y reconocer las citas casi textuales que hace de ellos en sus libros, de integrar a su panteón aquellos filósofos que lo marcaron (Leibnitz, Sartre y en general la escuela alemana), menciona a dos autores de gran influencia en su temática: Defoe y Julio Verne.  El primero es el creador de un mito universal, Robinson Crusoe, que Tournier reconstruye en Viernes o los limbos del Pacífico (1972).

Mito: palabra clave en la obra de Tournier, junto al concepto de iniciación que es, según él, “el gran problema de la infancia” y que encuentra una salida en el conocimiento de la literatura contemporánea y los mitos que han obsesionado al hombre a través de la historia. Estudioso de la filosofía, “el paso  de la metafísica a la novela debía dárseme a través del mito; el mito es una historia fundamental, una historia que todo el mundo conoce. Mis libros deben ser reconocidos -releídos- desde la primera lectura”.

Podemos reconocer, releer, el concepto ancestral en cada una de sus obras, enriquecido con análisis profundos de la psicología  marginal y las capas oscuras del ser humano. Sus novelas se pueblan de seres extraños, una galería que amenaza caer en lo monstruoso dada su alienación de la cotidianidad. Al mismo tiempo, moran en un mundo fantástico y natural, se integran a los elementos -a los amados meteoros de Tournier- y practican ritos obsesivos.

Mito y rito; ejes de la literatura infantil, también poblada por seres extremos, sujetos a los caprichos de la naturaleza y la fantasía. Ambos conducen en última instancia a la magia; la repetición del rito lo convierte en premisa indispensable, en ofrenda propiciatoria, en motor de los acontecimientos. En la obra de Tournier se soslayan elementos mágicos y primigenios, rituales, iniciaciones, ofrendas teñidas de crueldad. Es una crueldad impersonal, perteneciente al  ámbito sobrehumano de las brujas, los magos, los astros; la crueldad en los libros de Tournier rara vez es imputable a la acción del otro, sino un resultado de la acción propia del sujeto que se ofrece como víctima de un rito inevitable.

Tournier, miembro de una familia de germanófilos sorprendida por el nazismo y la catástrofe de la derrota francesa en la Segunda Guerra Mundial, vivió largo tiempo en la Alemania de la posguerra como estudiante; dos pilares de la filosofía nazi, el mito de la raza superior y los rituales estrictos de la propaganda y su influencia en la educación de la época, le dieron el tema para El rey de los alisos (1969), donde retoma el mito del ogro -secuestrador y asesino de niños- incorporado a la atmósfera enloquecida del nazismo.

Su segunda novela emprende la exploración de la vida de Robinson Crusoe, un Robinson con características nuevas. Desde que nació, inventado por Defoe a partir de una anécdota real, Robinson ha encontrado en cada generación un intérprete decidido a reconocerse en su imagen y se ha constituido en personaje mitológico. El Robinson de Defoe, con sus crisis religiosas y su visión ingenuamente racista de Viernes, se convierte en el Ciro Smith de Julio Verne, el ingeniero mago capaz de recrear el mundo a través de la ciencia y la técnica, "el héroe del siglo XIX que sueña con el XX"..."Robinson es el héroe de la soledad, huérfano de la humanidad...creo que esta soledad creciente es la llaga más grave del hombre occidental contemporáneo... libertad, riqueza y soledad son las tres caras de la condición moderna".

Es significativo que la novela lleve el nombre de Viernes y no de Robinson. Para Tournier, Viernes es, por una parte, la posibilidad del encuentro grandioso entre dos civilizaciones; por otra, el germen de la duda, de la destrucción de un sistema edificado pacientemente por este solitario genial.  "El principio de Viernes es aéreo, eólico...": el Ariel rebelde que elevará a Robinson por encima de sus raíces terrestres al reino de los meteoros. La novela plantea la tesis del hombre desposeído del otro; los efectos de la ausencia del otro producen las verdaderas aventuras del espíritu. Si el otro define las fronteras y las transiciones en el mundo, "¿qué sucede cuando el otro falta en la estructura del universo? Es el reino de la brutal oposición del sol y de la tierra, de una luminosidad insoportable y de un abismo oscuro" 1. Robinson, aterrado por la soledad, se refugia primero en el barro primigenio -en el que se revuelca como los animales- después en el trabajo, la disciplina, la reconstrucción del mundo tal como lo conoce. Viernes, el espíritu eólico, destruye, real y metafóricamente, esta estructura y lleva a su compañero a la conjugación de la líbido con los elementos, a la "pura fosforescencia de las cosas por sí mismas". Robinson ama a su isla como a una madre, al refugiarse en una gruta que lo envuelve y lo protege; como a una mujer, al derramar su semen sobre la tierra y ver crecer la mandrágora mitológica, hija suya y de la isla. Viernes lo llevará  -a  través de una lenta metamorfosis- hacia el hombre nuevo, el Robinson solar que se convierte en la conciencia de la isla, y al mismo tiempo en la conciencia que la isla tiene de sí, y por lo tanto en la isla misma. A tal grado desaparece la estructura que Viernes no representa ya al otro, sino a una especie de cómplice de la aventura inductiva, y cuando llega el barco salvador, veintiocho años después del arribo de Robinson a Speranza, éste no querrá partir. Ve al barco alejarse, "apoyadas sobre la roca, sus piernas eran dos columnas masivas e inamovibles. La luz rojiza lo revestía de una armadura de juventud eterna y forjaba una máscara de cobre donde brillaban los ojos de diamante".

Esta oposición de la luz con la oscuridad se confunde con otros mitos en Los meteoros (1975), un viaje alucinante a las capas abismales de la marginación y el misterio. Tournier dice que el motor de Los Meteoros no es sino el gran debate entre la derecha conservadora y la izquierda libertaria, representadas por Paul y Jean, los gemelos protagonistas. Por otra parte, "el tema profundo de Los meteoros es la coincidencia perdida y reencontrada de los dos tiempos, el tiempo cronológico y el tiempo  meteorológico." Aquí retoma el tema de Verne en La vuelta al mundo en ochenta días, donde Phileas Fogg, esclavo del tiempo cronológico, es guiado por Passepartout, conocedor del tiempo meteorológico.

Los meteoros es una gran danza astral: tres planetas -tres seres sujetos al mito y al ritual- rodeados por satélites integrados a la normalidad. Jean y Paul son gemelos indiferenciables, a tal grado que se les identifica como Jean-Paul, un nombre doble que los confunde en un sólo individuo. "La vocación de los gemelos es una juventud eterna, un eterno amor...la vejez es la suerte merecida de los sin-par...pareja estéril y eterna, unida en un abrazo amoroso perpetuo, los gemelos, si permanecieran puros, serían tan inalterables como las constelaciones". Inmersos en el juego de Bep, alianza, conjura, incesto y rito -exorcismo, postura oval, comunión seminal- y en el lenguaje eólico que sólo ellos entienden, será Jean el primero en buscar la ausencia. La célula gemela lo asfixia, lo constriñe. Paul impone su horror constante del mundo exterior, de los sin-par, destruye el compromiso matrimonial de Jean. Este hecho, y una escena donde Jean contempla su efigie en espejo y al ver a Paul en vez de a sí mismo pierde su imagen y desaparece, lo deciden; aquí se inicia el viaje de persecución del tiempo y del "alma desplegada" de la unidad gemela.

Así como Paul ve el mundo exterior -el universo de los sin-par- como una amenaza a la célula cerrada de los gemelos, una traición al amor perfecto de los seres idénticos, Alejandro, su tío, contempla el mundo de los heterosexuales.  Su vida se desenvuelve en el ambiente extraño de los tiraderos de basura: "un taller de exploraciones arqueológicas...de la arqueología del presente, de la civilización actual...una sociedad se define por lo que descarta -y que se convierte inmediatamente en absoluto- especialmente la basura y los homosexuales". Alejandro es uno de ellos, un cazador furtivo del amor varonil en los barrios bajos. Así como la similitud de Jean-Paul excluye y define la singularidad de los sin-par, la homosexualidad de Alejandro desprecia e identifica el mundo heterosexual. En una conjunción cruel, verá  morir a su joven amante devorado por las ratas enloquecidas del tiradero, y morirá  él mismo en las callejuelas de Túnez en una última cacería sexual.

El viaje de Paul a través del mundo en busca de su hermano será una búsqueda de la persona y la identidad. Paul sigue los pasos de Jean exactamente, sobreponiendo sus huellas a las suyas, en un intento de  recuperación de la célula gemela. Cada vez que llega a una ciudad toma la personalidad de Jean ante aquellos que lo conocieron; el único hilo que los ata es esta "luz de alienación" que descubre en las miradas que se han posado sobre Jean y se posan sobre él sin diferenciarlos. La odisea de Paul adquiere dimensiones nuevas; si la capa tempestuosa -- la tropósfera donde se agitan los vientos, las nubes-- es dominada por el reino meteorológico de los astros dueños de las mareas, su misión es recuperar a Jean -arrancado por las corrientes atmósfericas- al mundo de Bep, a la calma amorosa de los astros gemelos. La persecución empieza a adquirir una lógica aterradora: paso a paso, Paul se reviste de la sustancia del ausente, incorpora a su persona la del hermano desaparecido. Al final, mutilado de medio cuerpo en una especie de ritual de iniciación a una vida nueva, regresa a la casa de su infancia y ahí accede a la ubicuidad, "pues el lenguaje de los gemelos, cuando queda uno sólo, se dirige a la arena, al viento y a las estrellas. Lo que había de más íntimo se vuelve universal."

Si Viernes es la elevación del hombre de lo terreno a lo aéreo, y Los meteoros una exploración de las capas oscuras de la psicología marginal, parecería que Tournier abandona la tropósfera atormentada para elevarse a las alturas meteorológicas en Medianoche de amor (1989). Este intuitivo aventurero de la soledad, el abandono y la crueldad, este filósofo de la condición humana retoma una mirada romántica a la pareja heterosexual. Yves y Nadege, herederos del mar, el viento y las mareas, no tiene ya qué decirse, y por lo tanto dan una gran fiesta de despedida a sus amigos antes de separarse. A través de una larga noche, los invitados, cual Scherezada múltiple, cuentan historias en un crescendo que va desde cuentos de guerra,  traición y venganza hasta anécdotas diarias y fábulas mágicas basadas en los mitos primigenios. Con sus relatos crean "una mansión de palabras donde habitar juntos" para los anfitriones. El círculo se cierra; si el niño necesita de los mitos, de la ficción para iniciarse en la aventura de la vida, los adultos los requieren para mantener la posibilidad del amor reflejado en la inventiva literaria.

"Hay que escribir de pie, nunca de rodillas; la vida es una labor que siempre hay que ejecutar de pie", dice Tournier en un cuento seguramente autobiográfico. La frase corresponde a una entrevista con un grupo de presos dedicados a la carpintería; unos meses después, el autor recibe un enorme escritorio con el mensaje: "Para escribir de pie: de parte de los presos de Cléricourt". El creador de novelas sombrías es también dueño de un agudo sentido del humor y de una enorme capacidad para observar la vida y los hombres. Gran aficionado a la fotografía desde su juventud (El crepúsculo de las máscaras es un libro homenaje a fotógrafos famosos), se diría que maneja la palabra como una cámara: un zoom viajero que va del jardín Zen a las constelaciones, de la tragedia a la broma, de la domesticidad a la meditación filosófica. Tournier es un explorador de todas las latitudes y un enamorado de la inventiva. Su fascinación con el mito y la fantasía, su cohabitar fraternal con los meteoros, no le impiden descubrir la magia de lo simplemente humano; es un pensador que no teme descender de las elucubraciones sobre la otredad para bordar una nueva versión de Pierrot y Colombina, o tejer leyendas sobre el paraíso terrenal como origen de los perfumes.

La presencia del otro, la otredad, es una constante. El otro como una fuerza extraña y perturbadora, el otro como renovación, lo otro, lo cotidiano, "el encanto de lo imprevisto, la frescura de la primavera", una salvación y una esperanza de vida. "Cada hombre necesita a sus semejantes para percibir el mundo exterior en su totalidad". Aterrador, monstruoso o mágico, ese mundo exterior, ese otro "le dan la escala de los objetos lejanos". La presencia del otro como tropiezo o como horizonte. Jean lo busca como liberación; Alejandro, para definirse; Paul lo rechaza como amenaza; Robinson se encuentra y se transforma en el espejo de Viernes. Así el otro interviene para destruir o para liberar el camino a la trascendencia. Los otros -cuentistas- lo otro -el mundo­­ imaginario- le dan a Yves y Nadege la mansión de palabras donde su amor podrá conservarse.

Esa mansión de palabras, Tournier la hace calabozo sombrío o castillo encantado. Sabio para conjugar los tiempos, incluye el pasado en la recuperación de mitos y leyendas, un presente a veces aterrador en la repetitiva crueldad de los ritos del hombre, y los orquesta en un concierto de los astros con el guiño del humorista.

"El relato novelesco es un movimiento hacia adelante, de un dinamismo narrativo opuesto a la contemplación poética". Miembro de una generación empeñada en la búsqueda de nuevos caminos literarios, temerosa de no poder superar lo ya escrito y lo ya pensado con los mismos instrumentos que sus antecesores, Tournier se perpetúa como un relator antes que nada. El novelista, el cuentista, el poeta, no tienen acceso a innovaciones tecnológicas capaces de modificar estructuralmente su labor, como es el caso de músicos o pintores. La química o la electrónica pueden transformar sustancialmente su proceso creativo al proporcionarles medios distintos. La electrónica facilita, pero no transforma el trabajo literario. La magia de un escritor, por lo tanto, radica en decir lo mismo -hay cierto número de combinaciones posibles para urdir la trama de una historia-, lo que sabemos que existe, bajo una nueva luz. Podemos reconocer, releer la historia, iluminada por Tournier pero transformada en literatura contemporánea.

1. Gilles Deleuze, Logique du Sens