escritora, periodista y crítica literaria

Si retrocedemos en el tiempo, el término colonia nace del concepto romano de conquistar, u ocupar, territorios fuera de la ciudad-estado de Roma. Sin embargo, los estudios actuales se centran en los pueblos que los europeos, ingleses y franceses principalmente, ocuparon a partir del Siglo XVIII y dominaron totalmente en el XIX, y que lograron su emancipación teórica en las décadas de los años cincuenta y sesenta. Y digo teórica porque, a pesar de esa independencia lograda casi siempre a costa de guerras crueles y destructivas, muchos de ellos continúan bajo una forma de colonialismo económico y cultural que los mantiene sujetos al poder de los ricos países industrializados.

Por otro lado, colonialismo implica mucho más que el hecho de conquistar y ocupar territorios; conlleva, según Partha Chatterjee, “la regla generalizada de diferencia colonial, es decir, la preservación del contexto extranjero del grupo dominante”, así como “la representación del otro como inferior y radicalmente diferente, por lo tanto incorregiblemente inferior”1 Esta forma de interrelación entre dos entidades, una conquistadora y la otra subyugada, dio lugar a desplazamientos en los pobladores nativos, a una tendencia europeizante en la cultura y a niveles arbitrarios de percepción entre el centro y la periferia. De hecho el concepto de colonialismo no termina con la soberanía política de los países involucrados, dado que no es posible una reversión a épocas pre-coloniales; ese lapso de dependencia de otro poder deja una herencia de ideología, perspectiva, actitud, que permea todos los estratos de la vida de dichos países. El centro permanece como una referencia; los márgenes se debaten entre la admiración y el rechazo. Pero esa ambivalencia entre admiración y rechazo, o rencor, es mutua; el centro añora, por una parte, el esplendor imperial perdido; por otra, la seducción de lo exótico, lo diferente, de ese otro que ofrece la perspectiva de horizontes insospechados.

Sociedad, política y guerra en la obra de Pat Barker

Una de las tendencias de los estudios de género es cuestionarse acerca de si existe una escritura femenina o no, es decir, si las mujeres, por el hecho de serlo, tienen una perspectiva, un estilo, una forma de escribir diferente a los de los hombres. Curiosamente, nunca se plantea si existe una escritura masculina; esto implica que el paradigma es uno, el de los escritores, y lo que las mujeres hacen se juzga y se cataloga por comparación. El juzgar algo “en comparación a” es necesariamente reduccionista pero, si no es desde el punto de vista comparativo, ¿cómo podemos hablar de una escritura femenina? Si esta categorización no es aplicable en el caso de autores del género masculino, estaríamos clasificando la escritura femenina por lo que no es: aplicando un calificativo de diferenciación respecto a su contraparte.

El diccionario define el término mapa como “representación geográfica de la tierra, o parte de ella”. Para todos los que fuimos lectores infantiles, la palabra convoca imágenes románticas de guías para encontrar tesoros con coordenadas secretas posibles de descifrar sólo por los iniciados; o de exploradores que arriesgan su vida para avanzar en los misterios de los territorios ignotos y dejar el recuerdo de su gloria en la firma al pie de la reproducción en dos dimensiones de sus descubrimientos. Ese cartógrafo heroico que trazaba el perfil de litorales y riberas, de montañas y sabanas, ha sido suplantado por un satélite capaz de dibujar continentes, de enseñarnos la redondez del planeta y la forma de las plataformas submarinas. También, cuando está al servicio de un sistema tecnificado, irrumpe, como policía secreta de la peor dictadura, en la vida privada del individuo, la desnuda y la exhibe para reprimirla, algo que no puede dejar de alarmarnos: el exponer nuestro trayecto individual a la mirada siniestra del poder.