escritora, periodista y crítica literaria

Enrique Alfaro Llarenas sobre El silencio de los bosques

La pri­me­ra noti­cia de El silen­cio de los bos­ques me la dio la pro­pia Ceci­lia Urbi­na. Un día me habló de ella en un café. La nove­la no esta­ba escri­ta, pero Ceci­lia sabía muy bien lo que que­ría hacer. Me dijo: “Ste­ve  va al Lou­vre y no quie­re saber nada del cua­dro que mira: ni su nom­bre ni el del autor ni la téc­ni­ca emplea­da o la fecha de com­po­si­ción. Nada. Sólo quie­re obser­var los cua­dros. Así tam­bién los osos, los pája­ros, las pirá­mi­des, los árbo­les, los bos­ques. Mi per­so­na­je no quie­re saber y no quie­re con­ta­mi­nar­se con la infor­ma­ción que le dan otros, el mun­do, los libros. No pen­sé que ese pudie­ra ser el pun­to de par­ti­da de una nove­la. Me ale­gro de haber­me equi­vo­ca­do.

Nove­lis­ta es alguien que ve y, encuen­tra (Picas­so decía: “yo no bus­co, encuen­tro”) una his­to­ria, un len­gua­je, un pun­to de vis­ta, una estruc­tu­ra. Alguien capaz de leer e inter­pre­tar y modi­fi­car la reali­dad para decir algo que no ha sido con­ta­do, o al menos no de esa mane­ra. ¿A quién más se le podría ocu­rrir la his­to­ria de Ste­ve? Un nove­lis­ta ve una nove­la don­de otros no la ven, inclu­so otros nove­lis­tas. Ceci­lia Urbi­na, enton­ces, es nove­lis­ta.

Hoy sepa­ro en dos gru­pos a los libros: los que me dicen y me tocan, y los que nada me dicen. Los que me des­qui­cian y los otros. Los que me emo­cio­nan y los demás. Ya lo escri­bió Kaf­ka: “Pien­so que sólo debe­mos leer libros de los que muer­den y pin­chan. Si el libro que esta­mos leyen­do no nos obli­ga a des­per­tar­nos como un puñe­ta­zo en la cara, ¿para qué moles­tar­nos en leer­lo?”.

No seré yo el que diga que El Silen­cio de los bos­ques es uno de esos libros que nos impo­ne Kaf­ka. No lo haré; espe­ra­ré pacien­te­men­te a que alguno de uste­des, sus pri­me­ros y natu­ra­les lec­to­res, ven­ga y me diga: “La nove­la de Ceci­lia Urbi­na me gol­peó como un puñe­ta­zo en la cara”. Enton­ces, a ese lec­tor o lec­to­ra le diré: “No me sor­pren­de. Pon­te un poco de hie­lo meta­fí­si­co y sóba­te el alma. Pero aho­ra dime, ¿qué te ha movi­do? ¿Dón­de te due­le más? ¿Qué cam­bió en ti? Y lue­go le diré: Por favor, envía­le un ramo de flo­res a la auto­ra. Dile: ‘Soy otra per­so­na des­pués de leer tu libro, o al menos: tu libro me ha per­mi­ti­do pen­sar sobre los árbo­les, los hom­bres, la sole­dad, el silen­cio, el abis­mo, de una mane­ra en que no lo había hecho. Gra­cias’.”

Hay libros ejem­pla­res en su com­po­si­ción, vir­tuo­sos en la téc­ni­ca narra­ti­va y que sin embar­go no dicen nada que no haya­mos vis­to en los manua­les. Hay libros sobre temas gra­ví­si­mos, dolo­ro­sos y amar­gos y, sin embar­go, nada dicen a fin de cuen­tas, por­que no nos mue­ven ni nos con­mue­ven. No nos des­cen­tran. No modi­fi­can nues­tro pun­to de vis­ta, las frá­gi­les cer­te­zas y los fir­mes pre­jui­cios. Nada ofre­cen que no apa­rez­ca en los perió­di­cos.

Ceci­lia Urbi­na nos mues­tra que aún es posi­ble acer­car­se a otros pun­tos de mira, ron­dar otros lími­tes, empi­nar­se a otras ori­llas y dejar­se sedu­cir por el vér­ti­go de la exis­ten­cia des­de posi­bi­li­da­des que no había­mos sos­pe­cha­do. Libros como el suyo son los libros nece­sa­rios.

Tam­bién nece­si­ta­mos libros que no nos den feli­ci­dad, sino des­aso­sie­go, que nos inquie­ten y nos per­tur­ben, que nos hagan pre­gun­tas que no admi­ten res­pues­tas fáci­les, higié­ni­cas, redon­das y defi­ni­ti­vas. No nece­si­ta­mos men­ti­ras con­so­la­do­ras. Nece­si­ta­mos fic­cio­nes que nos abran los ojos. Nece­si­ta­mos libros que nos des­cen­tren, que nos mue­van, para acer­car­nos y vis­lum­brar­nos, a noso­tros mis­mos y a los otros.

El silen­cio de los bos­quesnos invi­ta a revi­sar la mane­ra en que cono­ce­mos, en que acep­ta­mos el cono­ci­mien­to, el lado sen­si­ble del mun­do. El cono­ci­mien­to lo cons­trui­mos a par­tir de cir­cuns­tan­cias his­tó­ri­cas, psi­co­ló­gi­cas, socio­ló­gi­cas, cul­tu­ra­les. La epis­te­mo­lo­gía, en el ámbi­to de la filo­so­fía, se ocu­pa de las con­di­cio­nes en que gene­ra­mos y acep­ta­mos el cono­ci­mien­to, es decir, lo que sabe­mos del mun­do y de los hom­bres y las rela­cio­nes entre éstos con el mun­do. Con ella damos for­ma y cohe­ren­cia a lo que vemos y pen­sa­mos y damos por cier­to y ver­da­de­ro.

Des­de la nove­la de Ceci­lia pode­mos mirar, con ojos nue­vos, algu­nos temas deci­si­vos que sólo podrían ser los de siem­pre: el yo, la iden­ti­dad, la sole­dad, la amis­tad, el queha­cer del hom­bre en la Tie­rra, aca­so el amor y sus fra­ca­sos. La nove­la es una pre­gun­ta y una invi­ta­ción a mirar como no hemos mira­do y cada uno de noso­tros lo hará de dis­tin­ta mane­ra. Somos indi­vi­duos, pero todos somos el mis­mo, el ser que enfren­ta cada día los mis­mos pro­ble­mas esen­cia­les.

Una maña­na, entre una y otra taza de café, Ceci­lia me dijo que Ste­ve, su per­so­na­je, des­pués de ver el mun­do, que­ría ver­se a sí mis­mo. Enton­ces pen­sé: “Ese mucha­cho debe­ría leer Ver­dad y méto­do de Hans-Georg Gada­mer, figu­ra cen­tral y tal vez fun­da­dor de la Escue­la Her­me­néu­ti­ca. Ambos creen que la inter­pre­ta­ción (par­te esen­cial del cono­ci­mien­to) debe evi­tar la intro­mi­sión y la repro­duc­ción de los vicios, erro­res y defec­tos que sur­gen de hábi­tos men­ta­les, pre­jui­cios y jui­cios acep­ta­dos como ver­da­de­ros sin el menor examen. En pocas pala­bras, Ste­ve, que pasa­ba por un mucha­cho raro y des­orien­ta­do pen­sa­ba lo mis­mo que uno de los gran­des sabios del siglo XX: debe­mos cen­trar la mira­da en las cosas mis­mas, no en los tex­tos y las pala­bras que nos hablan de las cosas.

Estu­ve a pun­to de decir­le a Ceci­lia: “Maes­tra, hága­me el favor de reco­men­dar­lo a Ste­ve que lea a Gada­mer, le haría mucho bien. Cre­ce­ría como per­so­na­je, gana­ría un peso inte­lec­tual que defi­ni­ti­va­men­te no tie­ne”. Estoy segu­ro que Ceci­lia intu­yó mis inten­cio­nes y dijo: “Hay que pedir la cuen­ta”. Ceci­lia Urbi­na sabía muy bien lo que traía entre manos: que­ría invi­tar­nos a mirar de otra mane­ra. Por eso nove­lis­ta.

 Con su pro­sa pre­ci­sa, fría e inte­li­gen­te, El silen­cio de los bos­quesme ha dado no sólo una situa­ción iné­di­ta, la esca­la­da y la cul­mi­na­ción del acto supre­mo de la aven­tu­ra exis­ten­cial de Ste­ve, que yo jamás habría ima­gi­na­do, sino la posi­bi­li­dad de mirar con nue­vos ojos esa cir­cuns­tan­cia.

Me ha dado otra opor­tu­ni­dad de vis­lum­brar la sole­dad, de sen­tir que esta­mos meta­fí­si­ca­men­te solos y que, como que­ría Höl­der­lin, el hom­bre, pleno de méri­tos, habi­ta poé­ti­ca­men­te esta Tie­rra. El silen­cio de los bos­ques es la his­to­ria de un hom­bre que no que­ría saber, sino des­de su expe­rien­cia des­ci­frar el mun­do y encon­trar su camino.

Sí, Ste­ve qui­so hacer de su vida un poe­ma. Uno cuya músi­ca sólo él cono­cía. A hom­bres y muje­res como él les lla­ma­mos, raros, extra­ños, extra­va­gan­tes, excén­tri­cos, fri­kis y locos. Él tenía una uto­pía en el bos­que, entre los árbo­les, en las altu­ras. Sí, era un raro, a su mane­ra un poe­ta.

La lec­tu­ra de El silen­cio de los bos­ques me ha con­fir­ma­do que la expe­rien­cia huma­na es la mis­ma y dis­tin­ta en cada indi­vi­duo y que cada uno tie­ne que limi­tar­se a vivir su vida. Que somos indi­vi­duos ais­la­dos y que a veces, en la amis­tad, vis­lum­bra­mos la sole­dad de los otros como un árbol en el bos­que.

He cerra­do los ojos y al abrir­los, por un ins­tan­te, he com­pren­di­do a uno más de noso­tros. Ade­más, El silen­cio de los bos­ques no se pare­ce, en sus regis­tros, su esté­ti­ca, sus medios, a nin­gu­na otra lite­ra­tu­ra que se publi­que en estos días.

Gra­cias, Ceci­lia, por esta nove­la; gra­cias por el kaf­kiano puñe­ta­zo en la cara. Ha sido bien­ve­ni­do. Reci­be a cam­bio un aplau­so como si fue­ra un ramo de flo­res. •

 

(Ver­sión redu­ci­da de la pre­sen­ta­ción de El silen­cio de los bos­ques(Terra­co­ta), el 21 de febre­ro de 2013.)