Doris Lessing participa de un fenómeno muy común en algunas generaciones (que ya han engendrado excelentes escritores) de ciudadanos ingleses: nació en 1919 en Persia, pero vivió 25 años en Rodesia, entonces colonia de su majestad británica en Africa. El crecer en un sistema social de clases divididas, racista y discriminatorio, suele producir dos categorías de individuos; aquel a quien el medio marcó inevitablemente y participa de esa manera de pensar, y el liberal innato que se rebela contra una estructura que le repugna. Doris Lessing pertenece a este último grupo. Pero ésta no es la única consecuencia de sus circunstancias. Lessing emigra de Africa a Inglaterra después de la Segunda Guerra mundial y arriba “a casa”, home, como dicen los coloniales, con un bagaje ideológico arraigado y una mirada de privilegio: tiene la distancia para evaluar el contexto social y político. “Era un país absorto en el mito, adormilado y soñador; si había un factor o hecho común que permeaba todo lo demás, éste consistía en que nada era en realidad como se describía — como si un espíritu de retórica (¿debido a la guerra?) hubiera infectado todo y hecho imposible que cualquier cosa se contemplara directamente.” La Inglaterra de la posguerra: el inamovible sistema de clases y sus símbolos, vestido, escuela, acento, que ningun conflicto bélico, ese nivelador por excelencia, ha logrado desmantelar completamente. Comprensible para sus miembros, y que los extranjeros o recién llegados intentan descifrar en general sin éxito. La mirada de Doris Lessing tiene distancia, dijimos, pero no sólo para ese medio que la confunde; también para el que dejó atrás, la colonia, que se proyecta en el tiempo y el espacio con una nueva perspectiva. Esa sensación de no pertenecer totalmente a ningún mundo se añade a otra coordenada constante en la obra de Lessing: la situación de la mujer en apariencia liberada y en la realidad víctima de un contexto social desfavorable: “las mujeres son cobardes porque han sido semi-esclavas durante tanto tiempo”, dice Lessing en el prefacio a EL cuaderno dorado.
El trayecto de la colonia al país de origen idealizado desde la lejanía, de la niñez a la edad madura, del entusiasmo político a la desilusión es narrado por Lessing en esa larga serie de cinco novelas, una saga del individuo y la sociedad, Los hijos de la violencia. Martha Quest, protagonista y seguramente alter ego de la autora, crece en una doble tierra de nadie: la campiña de Rodesia, donde la vida se estanca en la rigidez de la supremacía racial blanca, y el período entre las dos guerras, cuando la momentánea tranquilidad se tiñe de angustia en la espera de lo que va a suceder de nuevo. El tema constante de los padres es la nostalgia por sucesos que el tiempo reviste de heroísmo, mientras en la atmósfera flotan premoniciones ominosas. Si la vida en el campo adormece, en la ciudad se respiran aires trasnochados de los alegres veintes. Martha Quest bebe, baila, se casa, se divorcia; no hay una clara jerarquización de importancia entre las distintas actividades, ni una especial sensibilidad introspectiva frente a alguna de ellas. Más bien la larga oscilación psicológica y emocional de una joven atrapada momentáneamente en un matrimonio y un medio que no la satisfacen pero la tientan con la noción de seguridad y pertenencia. El derrumbe de la apatía viene con el activismo político. Es el momento dorado del modelo comunista, cuando el intelectual se siente obligado a adherirse al partido o a simpatizar con él en una manifestación progresista. El descontrol de los socialistas europeos inmersos en una sociedad de castas y violencia racial se confunde con el ingenuo y fanático idealismo compartido por grupos sujetos al liderazgo de unos cuantos auténticos políticos. Es el nacimiento de un nuevo mundo que se contempla desde la irrealidad: acción política e intelectual desprovista del toque humano, y euforia de la lucha en un medio de provincia desquiciado por la invasión de la guerra. Cuando ésta termina, quedan los despojos: de las ilusiones, de la embriaguez de la tragedia, del entusiasmo con el ideal comunista. El único recurso es huir. Martha Quest huye, a otro medio también invadido de despojos, terriblemente mediocre en sus rígidos convencionalismos. La época de la guerra fría es el fin de la lucidez, de la lógica y las lealtades; el fin de la credulidad para el hombre común.
Los hijos de la violencia es un análisis de los cambios en el individuo y la sociedad de los años treinta a los sesenta, y un comentario acerca del poder y la corrupción. Martha Quest, eje y protagonista, permanece casi hasta el final en un ambivalente papel de observadora. La vida sucede a su alrededor, los acontecimientos le llegan, ella no los provoca; son otros los que deciden lo que ha de pasar, otros los que la motivan, la rechazan o la acogen. Su entusiasmo y su pasión responden a estímulos ajenos, y cuando éstos desaparecen también lo hacen aquéllos. Su terrible relación de amor/odio con su madre, sus matrimonios, sus affaires, sus actitudes políticas carecen de claros parámetros voluntarios propios; Martha es a veces un mero transmisor de emociones ajenas, casi un objeto sustituto, incluso sexual, de otros seres. “…más que nunca, y exactamente como recordaba haber sentido tantas veces, (tantas, tantas, tantas,) su vida se asemejaba a una estación de ferrocarril que daba servicio a trenes que partían velozmente en todas direcciones.” Sólo al final de La ciudad de las cuatro puertas, última novela de la serie, Martha Quest adquiere la estatura de una madre tierra, madre universal protectora de una nueva raza y un nuevo orden posteriores al holocausto que Lessing esboza como amenaza a esta sociedad desquiciada. Si ese nuevo orden es el anuncio de otra temática de Lessing –su incursión en fantasías futuristas en el estilo de la ciencia ficción– el personaje de Martha Quest ofrece una síntesis de la mujer en el conjunto de su obra. La transformación de Martha de vehículo a motor se opera por medio de un acercamiento a la locura. Tal vez la locura, como actualmente la vemos, o por lo menos algún tipo de locura, es en realidad el camino hacia un nivel de entendimiento superior; Lessing se apoya en teorías sufis acerca de la trascendencia del tiempo y el espacio, de los poderes telepáticos y proféticos como síntoma de una evolución de la cual depende el futuro de la humanidad. Martha accede a esa medialuz de la percepción extrasensorial por medio del ayuno, la vigilia, el retiro al mundo subconsciente donde algo oscuro y misteriosos acecha. Pero sólo puede lograrlo en una etapa de su vida cuando “las deudas han sido pagadas;…empiezas a crecer por ti mismo cuando has rebasado el bagaje con el que naciste. Hasta entonces, sólo estás pagando deudas.”
Tanto el bagaje como las deudas son terribles para las heroínas de Doris Lessing; y no lo es menos el camino de introspección que las lleva por fin a apropiarse de su vida y su persona. En medio de la serie de Los hijos de la violencia, Lessing publica tal vez la más famosa de sus obras, El cuaderno dorado, en 1962. Es en esta novela donde por primera vez explora el tema de la locura, o el desprendimiento de la realidad conocida, como medio para acceder a una integración del yo. La complejidad estructural de El cuaderno dorado ‑una especie de marco, o relato básico, Mujeres libres, entremezclado con cuatro diarios o cuadernos de la protagonista, Anna Wulf, cada uno con un asunto o hilo conductor propio- responde a lo complejo de la temática. “La manera de solucionar el problema de la ‘subjetividad’, ese chocante asunto de preocuparse por el pequeño individuo…es contemplarlo como un microcosmos, y trascender así lo personal, lo subjetivo, haciéndolo general como lo hace la vida…”, dice Lessing. La obra intenta con éxito edificar un fresco de una época y una generación, la suya, con su carga emocional e ideológica, y las deudas que menciona.
El Cuaderno negro retoma el pasado en el Africa colonial que ya habíamos encontrado bajo la mirada de Martha Quest; aquí hay una retrospectiva más madura, objetiva, como si un yo paralelo e inteligente reexplicara con mayor introspección lo que la joven Martha velaba de una ingenuidad subjetiva. Una frase clave aparece en un momento, aterradora en sus implicaciones: “No disfruto el placer”. El placer, no en el sentido sexual del término, sino ese Eros que Marcuse define como una experiencia de la realidad totalmente sensual, estética y agradable, subyugado por los sistemas represivos de las sociedades industrializadas, en Lessing se somete a una conflictiva de relaciones interpersonales sin solución aparente. La relación padres-hijos, ya esbozada de manera pesimista en la de Martha y su madre, arroja seres atrapados en buenas intenciones y consecuencias en general catastróficas; una tremenda lejanía e incapacidad comunicativa con la generación anterior, un idioma carente de símbolos comunes en la de Lessing y sus contemporáneas. El único camino viable de entendimiento se da en relaciones sin lazos biológicos, es decir, en esas madres sustitutas a quienes la distancia emocional permite adquirir un lenguaje igualitario sin tintes de autoritarismo. La relación sexual y de pareja, que se da a lo largo de toda la obra de Lessing, aparece en los Cuadernos bajo el esquema de desencuentros de todo tipo; no hay forma, queremos entender, de lograr un equilibrio de fuerzas psicológicas y emocionales, un tiempo simultáneo en el cual un hombre y una mujer se comuniquen intelectual y sexualmente con éxito: “…el resentimiento, la ira, son impersonales. Es la enfermedad de las mujeres de nuestro tiempo…resentimiento contra la injusticia, un veneno impersonal. Las infortunadas que no están conscientes de que es impersonal lo dirigen contra sus hombres”. Pero el resentimiento no es un impulso salvador. Está la culpa. “… las mujeres…tienen que luchar contra toda clase de culpas que reconocen como irracionales, porque trabajan o quieren tener tiempo para sí mismas; y la culpa es una costumbre de los nervios que viene del pasado”.
Estas mujeres tan vulnerables a la culpa lo son también al abandono o a la indiferencia de los hombres. Las parejas se unen y desunen a través de la necesidad de dominio o protección, pero rara vez en un equilibrio sano. Martha Quest sufre la dictadura convencional de su primer marido; la fría conveniencia mutua de la unión con su compañero de actividades políticas; protege a su patrón en Inglaterra de la soledad y la lejanía de su mujer; un breve episodio de verdadero entendimiento sexual y afectivo carece de futuro. La siguiente generación, los hijos y sobrinos de la familia inglesa con la que vive, parecen destinados a estériles y dolorosos intentos que terminan en un aislamiento mayor. Anna Wulf y su amiga, esas independientes mujeres que afrontan la responsabilidad de sí mismas y de sus hijos, se derrumban en la lucha sexual: “…hemos elegido ser mujeres libres y éste es el precio que pagamos”. El precio es la confrontación con hombres que no son libres, ellos, ni comprenden la libertad ajena; los persigue, como en el pasado, la dicotomía moralista entre mujeres “buenas” y “malas”. En última instancia sucumben en el ancestral juego de amante-madre, amante-prostituta con todas sus implicaciones desfavorables para la mujer. “Me sorprende, dice Anna, en mí misma y en otras mujeres, la fuerza de nuestra necesidad por apoyar la imagen de los hombres…supongo que es porque los hombres de verdad son cada vez menos, y nos asusta, tratamos de crear hombres…” Estos hombres que poseen inteligencia, cultura, que son capaces de profundas intuiciones históricas o de un valor político notable, se vuelven niños o tiranos en su relación con mujeres; en el mejor de los casos, sufren de ceguera congénita para enfrentar la soledad, las inquietudes e incluso la locura de sus parejas.
La culpa ante el placer o la independencia produce insatisfacción y fragmenta la identidad; pero también lo hace el nuevo rol de la mujer como ser político en un tiempo de traiciones. “Siempre había dos personalidades en mí, la ‘comunista’ y Anna, y Anna juzgaba a la comunista todo el tiempo. Y viceversa”. El Cuaderno rojo se ocupa sobre todo de la terrible confrontación de los comunistas con la muerte de un sueño de igualdad y progreso destruido por las noticias cada vez más aterradoras que se filtran de la Unión Soviética en época de Stalin; la dicotomía entre la lealtad al antiguo ideal, estimulada por la represión capitalista de los cincuenta, y el desencanto de un sector político que se ahoga en la rigidez y el fanatismo. El socialista que reparte panfletos a favor de los Rosenberg tendría que hacerlo también a favor de los condenados en Praga; “me uní al partido en búsqueda de una totalidad, un fin a la manera dividida como vivimos; sin embargo, el hacerlo intensificó la división…la razón por la que no abandonamos el partido es que no soportamos decirle adiós a nuestros ideales por un mundo mejor”.
El cuaderno azul toma por momentos el esquema de flashes telegráficos, noticias de periódico sintomáticas; Mark Coldridge, el patrón, amante y amigo de Martha Quest en La ciudad de las cuatro puertas, utilizará un sistema similar para edificar una historia contemporánea. Esa aristocrática y desquiciada familia, con la que Martha convive desde su llegada a Inglaterra, representa una cierta metáfora de nuestro tiempo: el ser humano que se rehusa a salir de su torre de marfil donde existen los absolutos y la vida se aferra a valores estéticos; los individuos inteligentes, ricos y educados pero ciegos a los cambios que sobrevienen a su alrededor, que son destruidos por un sistema de fanatismo y odio primero, y por la irracionalidad y la falta de valores después. Esa familia elitista alberga una mente enferma: una mujer loca, que es presa de impulsos autodestructivos y vive perpetuamente drogada. Sin embargo, poco a poco, Martha Quest aprende a interpretarla, se introduce en su universo dislocado, se une a ella en sus prácticas de apariencia suicida y en el fondo conducentes a otros estados de percepción. Así como en política las etiquetas dividen y fragmentan, derecha, izquierda, capitalista, comunista; como en las relaciones de pareja los roles sexuales implican fronteras rígidas, los términos psicológicos clasifican y desechan; loco, cuerdo, sensato, desequilibrado. “Los mecanismos siempre fueron los mismos, ya fueran políticos, religiosos, psicológicos, filosóficos. Los dragones cuidaban la entrada y la salida de cada nivel en el espectro de la creencia y la opinión; y los dragones eran siempre el mismo dragón, no importa el nombre que se les diera. El dragón era el miedo; miedo a lo que pensaran los demás; miedo a ser distinto; miedo a la soledad; miedo al rebaño al que pertenecemos…”
Martha Quest, Anna Wulf y su amiga son mujeres fuertes; se sobreponen a matrimonios destruidos, amores infelices, educan solas a sus hijos o a los ajenos. Se rehusan a admitir el fracaso, no importa qué tantas esperanzas abandonen en el proceso de vivir. Por el contrario, las protagonistas de El verano de la Sra. Brown o La habitación 19 son amas de casa en apariencia exitosas y felices. En todas hay una fragmentación irreversible de la identidad; los múltiples roles de mujer-esposa, mujer-amante, mujer-madre, mujer-ser político, mujer-creadora o artista, incluso mujer-amiga, (y las amistades entre mujeres son en la obra de Lessing una fuente de apoyo y fortaleza) parecen conducir a la pérdida de contacto con la realidad y el exterior, y con su propia manera de percibir el yo. Kate Brown1 experimenta con su atuendo para obtener reacciones distintas en la gente: puede atraer las miradas o ser casi invisible. ¿Implica esto que somos esclavas de un disfraz, y bajo él nos desconocemos, y nos desconocen? Dentro de esta difusa presencia, se da la impotencia para definirse, una aterradora incapacidad para decir no. El espacio de las mujeres de Lessing es agredido continuamente, invasores de todo tipo lo ocupan sin su consentimiento. Anna Wulf no puede arrojar a sus inquilinos; Jane Somers2 ve su mundo alterado por dos mujeres de distintas generaciones y se deja involucrar hasta caer en el abandono y la destrucción de todos sus parámetros. Cada una llegará a una crisis total, casi siempre anunciada por un estado de alteración: “…el piso entre la cama y yo se levantaba, se abultaba. Las paredes parecían abultarse hacia adentro, luego flotaban y desaparecían en el espacio”: así describe Anna Wulf su encuentro con el exterior deformado; las mismas sensaciones persiguen a Martha Quest, en su caso producidas por falta de sueño y de alimento. El rechazo a la comida resulta una ruptura con el mundo, un abismo deliberadamente inducido para huir de lo cotidiano a un nivel superior de sensibilidad. El escape a un estado de alteración de la conciencia se da a través de métodos distintos; en Anna un episodio de desquiciamiento compartido con un amante, en Martha la exploración del universo oscuro de la demencia y el inconsciente, en otras el rechazo a los parámetros conocidos. En cada una de ellas la fragmentación total y los experimentos con algo convencionalmente llamado locura conducirán a integrar un yo nuevo desligado de las circunstancias externas; Anna puede reconocer la parálisis creativa y rebasarla, otras recuperan una personalidad exenta de representaciones falsas, Martha ‑en un esquema literario e ideológico más ambicioso — se proyecta a una nueva era de la humanidad que Lessing explorará en su serie de novelas futuristas.
La crisis de identidad tan evidente en los individuos se manifiesta también en la sociedad. Si el ser humano es un ser político, Lessing lo asume profundamente en su obra. Ninguno de sus personajes se sustrae al momento social e histórico ni logra descartarlo de su conflictiva como persona. La misma incoherencia que fragmenta a los individuos aparece en las sociedades: los ingleses, heroicos combatientes en la cruzada contra el nazismo racista, subyugan y explotan a sus colonias con la teoría de que unos seres humanos son superiores a otros por raza o color; el comunista dispuesto a morir por la igualdad se ciega a los crímenes cometidos en nombre de la diferencia de credo; los científicos empeñados en explorar el universo en beneficio de la humanidad desembocan en inventos monstruosos destinados a destruirla.
El proceso del individuo y la sociedad se asemejan, marchan paralelos hacia un futuro que se intuye como una esperanza y la posibilidad de un mundo mejor, esboza Lessing en su obra. Su detallado análisis de este proceso y su exploración del camino para rebasarlo utilizan la voz de personajes, sobre todo femeninos, que habitan un universo de angustia y cuestionamiento. “…Me empeño en tratar de escribir la verdad y luego me doy cuenta que no lo es”; esa inquietante ambivalencia entre verdad, ficción, individuo y medio social es lo que integra por último un reflejo de la verdad y la ficción que existen en todos nosotros.
El final de La ciudad de las cuatro puertas plantea una catástrofe ecológica y química que aniquila gran parte del planeta y obliga a un nuevo orden; incluso insinúa el nacimiento de una nueva raza ‑de connotaciones similares a las creadas por Arthur C. Clark en El fin de la infancia- con características sobrehumanas. Es en cierta forma el mismo proceso del individuo llevado al género humano; la trascendencia a un nivel superior de entendimiento a través de un periodo de locura aparente y aprendizaje de sistemas alternos de percepción.