escritora, periodista y crítica literaria

El riesgo de la libertad: censura pública y privada

Las pala­bras, de tan dichas, sue­len ir dejan­do jiro­nes de su sig­ni­fi­ca­do por el camino. Liber­tad, demo­cra­cia, cen­su­ra: las envol­ve­mos, las colo­rea­mos, les adju­di­ca­mos com­pa­ñías ambi­guas, las con­fun­di­mos has­ta que las pobres no se reco­no­cen ya. De tan­to repe­tir­las se con­vier­ten en algo ono­ma­to­pé­yi­co, a la vez la imi­ta­ción del soni­do de una cosa, el soni­do y el voca­blo en sí. Enton­ces tene­mos que recu­rrir al dic­cio­na­rio para que nos devuel­va el sen­ti­do pri­mi­ge­nio de lo que bus­ca­mos. Este defi­ne cen­su­ra como “dic­ta­men o jui­cio acer­ca de una obra o escri­to. Correc­ción o repro­ba­ción. Mur­mu­ra­ción, detrac­ta­ción”. Los dic­cio­na­rios, y los vene­ra­bles lexi­có­lo­gos que los escri­ben, ofre­cen más datos de los que a sim­ple vis­ta se apre­cian. En este caso, me pare­ce sin­gu­lar que la fra­se se ini­cie con el tér­mino dic­ta­men y con­clu­ya con detrac­ta­ción,  que, más tar­de en el orden alfa­bé­ti­co, se expli­ca como calum­nia o infa­mia. ¿Será que, entre más ana­li­za­ban la pala­bra los eru­di­tos, peor les pare­cía? Otro deta­lle es el uso  que hacen de ella: dic­ta­men o jui­cio acer­ca de una obra o escri­to. Un psi­có­lo­go, apli­can­do prue­bas de Rochard, diría que lo que les vino a la men­te de inme­dia­to fue una pila de libros que­ma­dos en la pla­za públi­ca. No un bai­le, o una escul­tu­ra: un escri­to. Un hom­bre nota­ble por su amor a la vida ‑y por muchas otras cosas- William Sha­kes­pea­re, dice de la cen­su­ra que es “el arte enmu­de­ci­do por la auto­ri­dad”. Para ser impar­cial, cito a otro escri­tor, éste con impe­ca­ble pres­ti­gio moral: John Mil­ton. “Aquel que mata a un hom­bre mata a una cria­tu­ra racio­nal, hecho a ima­gen y seme­jan­za de Dios; pero el que des­tru­ye un buen libro mata a la razón mis­ma, mata a la ima­gen de Dios”.

El mun­do públi­co, repre­sen­ta­ti­vo de la orga­ni­za­ción estruc­tu­ral,  se ha empe­ña­do siem­pre en con­tro­lar al pri­va­do, ámbi­to del indi­vi­duo. Todas las expre­sio­nes artís­ti­cas y crea­ti­vas son suje­to de jui­cio y/o prohi­bi­ción, pero nada se per­si­gue con tal furor como la pala­bra escri­ta. Los libros, dice Vol­tai­re en un pan­fle­to satí­ri­co titu­la­do Del horri­ble peli­gro de la lec­tu­ra, “disi­pan la igno­ran­cia, guar­dia­na y pro­tec­to­ra de los Esta­dos bien con­tro­la­dos”. El libro es la mal­di­ción de las dic­ta­du­ras, y resul­ta lógi­co que éstas se dedi­quen con tal entu­sias­mo a des­truir­lo. Hacia el año 213, el empe­ra­dor chino Shih Huang-ti tra­tó de abo­lir la lec­tu­ra median­te el expe­di­to sis­te­ma de que­mar todos los libros del rei­no; Calí­gu­la man­dó inci­ne­rar las obras de Home­ro, Vir­gi­lio y Tito Livio, aun­que para nues­tra for­tu­na alguien se rehu­só a obe­de­cer la orden. “La ilu­sión aca­ri­cia­da por los que que­man libros es que, al hacer­lo, pue­den anu­lar la his­to­ria y abo­lir el pasa­do”, dice Alber­to Man­guel1 en su obra Una his­to­ria de la lec­tu­ra, y amplia los ejem­plos con algu­nos ver­da­de­ra­men­te pecu­lia­res: en 1981, la jun­ta mili­tar bajo el man­do del gene­ral Pino­chet prohi­bió Don Qui­jo­te por­que impli­ca una apo­lo­gía de la liber­tad indi­vi­dual y un ata­que con­tra las auto­ri­da­des esta­ble­ci­das. Qui­sié­ra­mos pen­sar que, sal­vo en sis­te­mas noto­rios por su men­ta­li­dad paleo­lí­ti­ca, este tipo de abe­rra­cio­nes han que­da­do rele­ga­das al pasa­do, reclui­das en las pági­nas de Orwell con su Minis­te­rio de la Ver­dad, y que no tie­nen cabi­da en el pos­mo­derno mun­do rela­ti­vis­ta y trans­tex­tual. Para des­ilu­sio­nar­los, voy a men­cio­nar algu­nos de los cin­cuen­ta libros más fre­cuen­te­men­te cen­su­ra­dos en escue­las y biblio­te­cas esta­du­ni­den­ses entre 1990 y 1992, según el inves­ti­ga­dor Her­bert N. Foers­tel2: Hom­bres y rato­nes y Las viñas de la ira, de John Stein­beck, El caza­dor entre el cen­teno, de J.D. Salin­ger, Las aven­tu­ras de Huc­kle­berry Finn, y Tom Saw­yer de Mark Twain, El señor de las mos­cas de William Gol­ding, El color púr­pu­ra de Ali­ce Wal­ker, El cuen­to de la cria­da de Mar­ga­ret Atwood, Cien años de sole­dad de Gar­cia Már­quez, y, sor­pre­sa, La cape­ru­ci­ta roja de los Hnos Grimm.  Cuan­do me tro­pe­cé con esta rela­ción, y en un esfuer­zo hones­to por encon­trar un hilo con­duc­tor que la jus­ti­fi­ca­ra, tra­té de iden­ti­fi­car los temas comu­nes a estos libros. ¿Reli­gión? No me pare­ció muy obvio. ¿Polí­ti­ca? Posi­ble­men­te, en el caso de Las viñas de la ira, como un recla­mo a la explo­ta­ción del hom­bre. ¿Femi­nis­mo? Cla­ro, es evi­den­te en los libros de Atwood y Wal­ker. Pero en esta últi­ma se com­pli­ca el asun­to con otro ele­men­to, dado que es una escri­to­ra negra: ¿racis­mo enton­ces? Qui­zá com­par­te here­jías con Mark Twain, por sus entra­ña­bles amis­ta­des entre negros y blan­cos. O tal vez lo cen­su­ra­ble en este últi­mo sea ana­li­zar la ado­les­cen­cia, lo cual tam­bién expli­ca­ría a Salin­ger. Pero no, el pro­ble­ma es de nue­vo polí­ti­co, por Gar­cia Már­quez, o más bien se con­de­na el refle­jo nega­ti­vo de la socie­dad en El señor de las mos­cas y…¿cuántos aspec­tos del ser humano resul­tan ofen­si­vos para el sis­te­ma? De pron­to se hizo la luz. ¡Cla­ro! Ele­men­tal, mi que­ri­do Watson: es la Socie­dad Pro­tec­to­ra de Ani­ma­les que defien­de al lobo de Cape­ru­ci­ta, a las mos­cas del señor, a los rato­nes de Stein­beck, a los niños con cola de puer­co de Gar­cia Marquez…qué ali­vio, iden­ti­fi­car la fuen­te de la cen­su­ra…

El sis­te­ma enjui­cia­dor y repre­si­vo no siem­pre es obvio. El que­mar per­so­nas o cosas ya no es fuen­te de popu­la­ri­dad –aun­que el obje­ti­vo se per­si­ga aún, a tra­vés de fór­mu­las más expe­di­tas. En el terreno don­de se fun­den lo públi­co y lo pri­va­do se da una con­fron­ta­ción entre la liber­tad sub­je­ti­va del indi­vi­duo y el espí­ri­tu auto­ri­ta­rio del sis­te­ma.  Her­bert Mar­cu­se plan­tea que las socie­da­des avan­za­das repre­sen­tan una para­do­ja: abun­dan­cia de satis­fac­to­res de las nece­si­da­des jun­to a un aumen­to de la repre­sión en for­ma de con­tro­les exter­nos admi­nis­tra­ti­vos. En El Hom­bre Uni­di­men­sio­nal 3 amplía el con­cep­to con la teo­ría de que el sis­te­ma capi­ta­lis­ta esta­du­ni­den­se ha anti­ci­pa­do los cami­nos tra­di­cio­na­les de rebel­día al tole­rar­los, y que la tole­ran­cia se con­vier­te así en una for­ma de repre­sión. Lo más des­alen­ta­dor para Mar­cu­se es obser­var que aún el arte y la sexua­li­dad – las dos vías libe­ra­do­ras por exce­len­cia- han sido absor­bi­das por el devo­ra­dor sis­te­ma del capi­ta­lis­mo con­su­mis­ta para con­ver­tir­se en “engra­nes de la máqui­na cultural…que entre­tie­nen sin ame­na­zar”. Mar­cu­se, sin embar­go, expo­ne sus teo­rías en una épo­ca de sin­gu­lar énfa­sis en la liber­tad indi­vi­dual y des­pres­ti­gio de las for­mas regu­la­do­ras del sis­te­ma. Aho­ra, cuan­do se da una ten­den­cia uni­ver­sa­li­zan­te a la correc­ción polí­ti­ca sus­ten­ta­da en dichas for­mas regu­la­do­ras, los ins­tru­men­tos inhi­bi­do­res de la liber­tad se ocul­tan tras la más­ca­ra de esa tole­ran­cia apa­ren­te. “Todo está per­mi­ti­do”, dice Ivan Kara­ma­zov, pero la fra­se se con­fun­de y se revier­te en un rase­ro que nie­ga la posi­bi­li­dad de trans­gre­sión. Albert Camus lle­va el con­cep­to más allá: el que todo esté per­mi­ti­do no impli­ca que nada esté prohi­bi­do. “El absur­do no libe­ra, sino que ata…si todas las expe­rien­cias son indi­fe­ren­tes, la del deber es tan legí­ti­ma como cual­quier otra”.

La idea del deber nos hace pre­gun­tar: ¿es váli­da la cen­su­ra, en algún momen­to o por algún moti­vo espe­cí­fi­co? No impor­ta qué tan tole­ran­tes nos con­si­de­re­mos, a todos se nos pre­sen­ta la ten­ta­ción de cen­su­rar, aun­que, afor­tu­na­da­men­te, pocos tene­mos la posi­bi­li­dad de hacer­lo. Tal vez en un medio aca­dé­mi­co la cen­su­ra sería par­cial a cier­tos obje­ti­vos. Como dijo Oscar Wil­de cuan­do le leye­ron una car­ta com­pro­me­te­do­ra: no es inmo­ral, es mucho peor, está mal escri­ta. El pro­ble­ma es que, si en un salón se encuen­tran 20 per­so­nas, hay otros tan­tos cri­te­rios de lo que es valio­so y lo que es noci­vo, todos res­pe­ta­bles, des­de lue­go, pero no nece­sa­ria­men­te com­pa­ti­bles. Y aquí sur­ge el mejor argu­men­to que he oído con­tra la cen­su­ra: ¿quién juz­ga? La  con­clu­sión sería, enton­ces, que la cen­su­ra no es váli­da en nin­gu­na ins­tan­cia. Repri­mir el ins­tin­to de Pro­me­teo ‑o de Pandora‑, inhi­bir la auda­cia natu­ral que lle­va a incur­sio­nar en terri­to­rios des­co­no­ci­dos o peli­gro­sos es negar la posi­bi­li­dad de la aven­tu­ra, la crea­ción y el pro­gre­so. Que los resul­ta­dos no son idea­les a veces, lo sabe­mos. Esto es obvio sobre todo en el cam­po de la cien­cia, don­de se abren puer­tas a cam­pos poten­cial­men­te omi­no­sos. El hom­bre nece­si­ta inven­tar y trans­for­mar: la pie­dra en escul­tu­ra, el color en cua­dro, el volu­men en arqui­tec­tu­ra, la pala­bra en cuen­to. Sólo la expe­rien­cia del deber lo lle­va a medir las con­se­cuen­cias pre­vi­si­bles ‑y poten­cial­men­te nega­ti­vas- de sus actos.

El otro aspec­to de la auto­cen­su­ra es pri­va­do; impli­ca repri­mir la pro­pia expre­sión de mane­ra volun­ta­ria o incons­cien­te. Las razo­nes se ori­gi­nan en varios fac­to­res, pero podrían sim­pli­fi­car­se en el tér­mino mie­do, a uno mis­mo o al otro. De nue­vo es la escri­tu­ra el área más sus­cep­ti­ble de sucum­bir a la auto­cen­su­ra: la pala­bra impre­sa dice, asu­me, afir­ma, y por lo tan­to com­pro­me­te inelu­di­ble­men­te al autor.

¿Por qué escri­bi­mos? ¿Será úni­ca­men­te por amor a la pala­bra, a la posi­bi­li­dad de rein­ven­tar el mun­do, de ilu­mi­nar sus rin­co­nes más oscu­ros y seduc­to­res? Si hay quie­nes satis­fa­cen ese amor con el hecho en sí, y lue­go escon­den o des­tru­yen su obra, no los cono­ce­mos. Usual­men­te, el acto de escri­bir pre­su­po­ne la inven­ción del per­fec­to lec­tor, aquel que com­pren­de y se iden­ti­fi­ca con lo que lee. Toda obra lite­ra­ria es un men­sa­je, una bote­lla lan­za­da al mar con el áni­mo de encon­trar un recep­tor idó­neo. Impli­ca la nece­si­dad de enta­blar un lazo con el otro, ese otro que ima­gi­na­mos, plas­ma­mos con la inten­ción de que nos lea. En últi­ma ins­tan­cia, cual­quier inten­to crea­ti­vo es simul­tá­nea­men­te un acto de comu­ni­ca­ción. El pro­ce­so y el amor al pro­ce­so lle­van implí­ci­to el obje­ti­vo. No se rea­li­za en fun­ción del otro pero lo con­tem­pla como una coor­de­na­da secre­ta. La corres­pon­den­cia escritor/lector esta­ble­ce para­le­lis­mos de exi­gen­cia; la ima­gi­na­ción del pri­me­ro cre­ce, deman­da, incur­sio­na en terri­to­rios com­ple­jos o prohi­bi­dos, y arras­tra al segun­do en su aven­tu­ra. Sey­mour, el per­so­na­je de Salin­ger4, le dice a su her­mano escri­tor: “Si sólo pudie­ras recor­dar, antes de sen­tar­te a escri­bir, que mucho antes de con­ver­tir­te en escri­tor fuis­te lec­tor …pre­gún­ta­te, como lec­tor, qué que­rrías leer…y lue­go, pon­te a escri­bir­lo tú mis­mo…” No es un con­se­jo fácil de seguir, pero expre­sa una reali­dad pro­fun­da: todo escri­tor que pre­ten­de hones­ta­men­te ser­lo es antes que nada un apa­sio­na­do, y tam­bién hones­to, lec­tor. Y es qui­zá ese lec­tor interno el que se pro­yec­ta como el ima­gi­na­rio inter­lo­cu­tor del inten­so diá­lo­go que la escri­tu­ra pre­su­po­ne. En un pro­ce­so cir­cu­lar, se le adju­di­ca al que lee la inten­ción del que escri­be. Dice Michael Igna­tieff en su ensa­yo sobre Coetzee: “…la autén­ti­ca lite­ra­tu­ra es pri­va­da; sur­ge de un inten­so diá­lo­go con el bie­na­ma­do ima­gi­na­rio. Y el bie­na­ma­do ima­gi­na­rio es el len­gua­je en sí mis­mo. Un ver­da­de­ro escri­tor está fun­da­men­tal­men­te ena­mo­ra­do de la pala­bra, y ésta es su úni­co obje­ti­vo…” 5

La pro­yec­ción de nues­tro pro­ce­so de lectura/escritura al inter­lo­cu­tor  ima­gi­na­rio evo­lu­cio­na al jui­cio incons­cien­te que ejer­ce­mos sobre nues­tra capa­ci­dad. Otor­ga­mos al lec­tor implí­ci­to la facul­tad de cali­fi­car lo que hace­mos, en una trans­fe­ren­cia invo­lun­ta­ria de cri­te­rios. La auto­cen­su­ra sur­ge, enton­ces, de la adju­di­ca­ción de los pro­pias temo­res al otro, inves­ti­do del poder de  jui­cio. Dice el escri­tor suda­fri­cano Coetzee en un ensa­yo6: “Si el lec­tor ima­gi­na­rio hace posi­ble la escri­tu­ra, la irrup­ción del cen­sor en el mun­do interno del escri­tor pue­de des­truir ese lazo que le da el valor para escri­bir”. Cuan­do ese cen­sor es externo, sur­ge la rebe­lión, o esa lucha por la liber­tad que, según Camus, es una acti­tud que el hom­bre, al asu­mir para sí, asu­me por la huma­ni­dad ente­ra; en nues­tro mun­do pos­mo­derno esta­mos con­ven­ci­dos que la ver­dad exis­te en la con­cien­cia pri­va­da y no pue­de dar­se por decre­to del poder públi­co. Los otros cen­so­res, los inter­nos, poseen un domi­nio secre­to sobre la pala­bra y las ideas; pue­den ser tan ima­gi­na­rios como el lec­tor, pero si a éste lo desea­mos com­pren­si­vo, a aque­llos los pen­sa­mos inevi­ta­ble­men­te con­de­na­to­rios. Y el mie­do a la con­de­na para­li­za; no pode­mos des­nu­dar­nos y que­dar iner­mes ante una mira­da que pre­su­po­ne­mos enemi­ga. ¿A quién per­te­ne­ce esa mira­da? Al otro, a todos esos otros a quie­nes fran­quea­mos las puer­tas de nues­tra con­cien­cia a tra­vés de la escri­tu­ra. Si la pre­sen­cia del bie­na­ma­do lec­tor daba el valor de escri­bir, la muta­ción de éste en juez lo intro­du­ce en los plie­gues de la men­te para que des­de ahí ejer­za su fun­ción des­ca­li­fi­ca­do­ra. Escritor/lector/censor se des­do­blan en un jue­go de espe­jos; el pri­me­ro pro­yec­ta su ima­gen como la con­ci­be, y a su vez la recu­pe­ra como deto­na­do­ra de sus posi­bi­li­da­des crea­ti­vas. Pero el espe­jo no inven­ta, sim­ple­men­te refle­ja. No devuel­ve más que la pro­pia con­cep­ción del que se pro­yec­ta,

El empe­ño por detec­tar auto­bio­gra­fía don­de no hay más que ima­gi­na­ción es un pode­ro­so fac­tor disua­si­vo. Vivi­mos tiem­pos indis­cre­tos; resul­ta difí­cil ocul­tar­se tras las más­ca­ras tra­di­cio­na­les. La pala­bra, la can­ción o el color no son sufi­cien­tes para eri­gir barre­ras fren­te a la sobre­in­ter­pre­ta­ción. La anéc­do­ta se pre­ten­de una exten­sión de la vida, sus­cep­ti­ble de trai­cio­nar el lugar secre­to don­de se ges­ta. Ese  ances­tral con­se­jo a los escri­to­res que se ini­cian, habla de ti mis­mo y de lo que cono­ces, insi­núa posi­bi­li­da­des omi­no­sas. ¿Pue­do des­cu­brir­me ante la mira­da del juez que mis pro­pias dudas pro­yec­tan? La posi­bi­li­dad de trans­mu­tar­lo en inter­lo­cu­tor bené­vo­lo está hecha de seduc­ción: la que ejer­ce sobre noso­tros el len­gua­je, la ima­gen y por últi­mo el mun­do que nos rodea. Y de la con­vic­ción  que todo escri­tor se auto­des­cri­be, pero no nece­sa­ria­men­te se auto­na­rra. Sus per­so­na­jes vivi­rán una dimen­sión dis­tin­ta en el tiem­po y el espa­cio –tan­to físi­cos como meta­fó­ri­cos- habla­rán con otra voz, reco­rre­rán cami­nos alter­nos.  Por últi­mo, al dar­les vida les otor­ga el poder de ver el mun­do a tra­vés de su mira­da, de cap­tu­rar una ima­gen y con­ver­tir­la en escri­tu­ra. Para lograr­lo, para con­ser­var el entu­sias­mo, tie­ne que con­ser­var tam­bién el sen­ti­do de com­pli­ci­dad con su bie­na­ma­do lec­tor ima­gi­na­rio, que no es más que él mis­mo.

El ries­go de la liber­tad exis­te en todos los desa­fíos: el de enfren­tar al sis­te­ma cuan­do éste es repre­si­vo;  el de  igno­rar la con­de­na de la comu­ni­dad; la nega­ti­va a some­ter­se a códi­gos inacep­ta­bles. Más com­ple­jo, el de reco­no­cer las pro­yec­cio­nes pro­pias y trans­mu­tar al juez ima­gi­na­rio en inter­lo­cu­tor, el que per­mi­te la explo­ra­ción de los enig­má­ti­cos terri­to­rios de la fan­ta­sía y el len­gua­je. “¿Por qué es tan difí­cil de atra­par, ese mun­do que pare­ce tan cer­cano?”,  pre­gun­ta Patrick Whi­te. Qui­zá ese cues­tio­na­mien­to cícli­co, por qué escri­bi­mos, se inter­pon­ga entre el mun­do pró­xi­mo y la posi­bi­li­dad de asir­lo. Al empe­ñar­nos en trans­mi­tir­lo, en sedu­cir a nues­tro yo ins­tau­ra­do en inter­lo­cu­tor con la recons­ti­tui­da visión del mis­te­rio que ese mun­do ofre­ce, en atra­par­lo en la red del len­gua­je, borra­mos las fron­te­ras que nos sepa­ran de él y abri­mos el camino para con­tár­se­lo al otro.

Notas

1. Alber­to Man­guel, Une His­to­ire de la Lec­tu­re, Actes Sud, Paris 1997.

2. Her­bert N. Foers­tel, Ban­ned in the U.S.A, Green­wood Press, 1996.

3. Her­bert Mar­cu­se, El hom­bre uni­di­men­sio­nal, Joa­quin Mor­tiz, Méxi­co 1|968

4. J.D. Salin­ger, Sey­mour, An Intro­duc­tion, Little , Brown &Company, Bos­ton 1955.

5. Michael Igna­tieff The Belo­ved, Lon­don Review of Books, Feb.1997

6. J.M. Coetzee, Giving Offen­ce: Essays on Cen­sorship, Chica­go Press, 1996.