escritora, periodista y crítica literaria

Juan Antonio Rosado sobre El silencio de los bosques

Juan Antonio Rosado
artículo publicado en Siempre

Es refres­can­te leer una narra­ción flui­da, que nos atra­pa des­de el ini­cio por la pre­sen­cia de ele­men­tos de intri­ga. Una narra­ción así nos lle­va como un río y, en medio de la lec­tu­ra, borra las iden­ti­da­des “reales”, la del autor y la del lec­tor, para hacer­nos creer —divino enga­ño— que sólo exis­ten los per­so­na­jes y la tra­ma que recons­trui­mos. Enton­ces, cóm­pli­ces y miro­nes de lo que ocu­rre, nos ale­ja­mos de la “reali­dad” para lue­go retor­nar a ella de modo mucho más enri­que­ci­do. El efec­to ante­rior me lo ha pro­du­ci­do la últi­ma nove­la de Ceci­lia Urbi­na: El silen­cio de los bos­ques.

En la secuen­cia ini­cial, un indi­vi­duo debe aban­do­nar abrup­ta­men­te lo que hacía, pero a la vez recuer­da que ha vuel­to al lugar de su infan­cia como si lo hicie­ra a un refu­gio. En cam­bio, Ste­ve ha regre­sa­do “para esto”: “un esto que no cono­cía pero que ace­le­ra­ba mi res­pi­ra­ción y me obli­ga­ba a tomar las cur­vas pati­nan­do sobre la gra­va del aco­ta­mien­to”. Sólo que­da seguir leyen­do, y como en esta bre­ve nota no se tra­ta de estro­pear la narra­ción, apun­ta­ré algu­nos temas que desa­rro­lla la auto­ra a tra­vés de la vida de sus per­so­na­jes y de las situa­cio­nes o cir­cuns­tan­cias que los envuel­ve.

Ya en su juven­tud, Ste­ve recor­da­ba sin com­pren­der lo que recor­da­ba. Su pasión fue­ron los idio­mas, y su com­pa­ñía, los árbo­les. En el fon­do, no le intere­sa la eco­lo­gía, es decir, la com­pren­sión de la natu­ra­le­za des­de el logos, sino —yo lo inter­pre­to así— lo que el filó­so­fo hin­dú R. Panik­kar lla­ma eco­so­fía: la sabi­du­ría de la natu­ra­le­za, la rein­te­gra­ción del ser humano en ella. Ste­ve se opo­ne a iden­ti­fi­car, por ejem­plo, a los pája­ros: “sólo míra­los”. Ellos nos ense­ña­rán a reco­no­cer­los. Este hom­bre está ene­mis­ta­do con el con­cep­to de aná­li­sis o con las expli­ca­cio­nes: es un recep­tor de la vida.

Pero ésta es sólo una de las sico­lo­gías que se des­plie­gan. La obra tam­bién abor­da temas como la nos­tal­gia, la muda con­tem­pla­ción, el arte y su con­di­ción cícli­ca, la inco­mu­ni­ca­bi­li­dad, la rela­ción amo­ro­sa o el des­pla­za­mien­to físi­co que nos intro­du­ce lo mis­mo en Nue­va York que en Egip­to, Lon­dres, París, Méxi­co y un cam­pa­men­to lacan­dón. Pero tal vez sean la sole­dad, el silen­cio y la fuga­ci­dad de cuan­to trans­cu­rre lo que más per­ci­be el ojo narra­ti­vo que, por cier­to, cam­bia de per­so­na. Lo ante­rior, auna­do a las bien muy logra­das des­crip­cio­nes del espa­cio, hace que el lec­tor se invo­lu­cre con Jim, Ste­ve, Este­la, Ana, Andrés, Rita, Lui­sa y otros per­so­na­jes.