Nací en la ciudad de México. D.F., hija única de padres mexicanos. La influencia más determinante en mi infancia (y creo que en mi vida) fue mi padre (1910–1997). Fue uno de los pioneros de la carrera de Ingeniería Química en México, Maestro Emérito de la UNAM y catedrático durante 40 años, además de ser, en el área profesional, uno de los pilares de la industria moderna en el país. Su imaginación y amor por los libros creó un mundo especial para mí. Aún antes de aprender a leer, él me leía en voz alta las novelas de Julio Verne, Salgari, Maurice Leblanc y P.C. Wren, aventuras que después hacíamos reales con cualquier elemento cotidiano.
Estudié Letras Inglesas y Francesas, y me dediqué a pintar desde la adolescencia. Durante muchos años combiné la pintura (presenté varias exposiciones en México), la traducción simultánea y técnica del inglés y francés con el matrimonio y la más compleja carrera de mamá: tengo tres hijos, Jorge, Mauricio y Cecilia. Mi marido es arquitecto, y compartimos varias aficiones: los viajes, el deporte, el cine, la música.
Desde mediados de los 80 abandoné la pintura para dedicarme a la docencia de literatura, y a escribir. Colaboro en varias revistas y periódicos con reseñas y ensayos literarios, y dirijo un taller de creación literaria que debe durar dos horas y se prolonga hasta cuatro o cinco. Dar clases es una de las actividades que más disfruto. Me encantan los viajes (hemos recorrido pequeñas zonas de los 5 continentes con un razonable espíritu de aventura) y el ejercicio. Juego tenis desde chica, aunque ahora muy poco por falta de tiempo y corro 4 o 5 veces por semana.
Mis novelas duran muchos meses en estado de gestación, hasta que un día me decido y empiezo a escribir. A partir de ese momento trato de trabajar por lo menos dos días completos a la semana y todos los momentos disponibles. Es un oficio que disfruto; por más que leo consejos acerca de lo que un escritor debe de sufrir, no lo logro, lo cual seguramente perjudica la calidad de mis libros.