escritora, periodista y crítica literaria

J.D. Salinger: Mística de la nostalgia

Salin­ger es un escri­tor eva­nes­cen­te; des­pués de la apa­ri­ción, en junio de 1951, de su pri­me­ra nove­la, El caza­dor entre el cen­teno, la cual alcan­zó doce edi­cio­nes antes de ter­mi­nar ese mis­mo año, publi­có úni­ca­men­te tres obras más, la últi­ma en 1959. Due­ño de una gran popu­la­ri­dad en E.U. debi­da al éxi­to de su nove­la, que sigue ago­tán­do­se en las libre­rías al prin­ci­pio de cada ciclo esco­lar, y de sus cuen­tos en el New Yor­ker, (ese mece­nas de escri­to­res esta­du­ni­den­ses), reco­pi­la­dos en tres libros, enmu­de­ció mis­te­rio­sa­men­te y se reclu­yó en Con­nec­ti­cut.

Hol­den Caul­field, el pro­ta­go­nis­ta de Caza­dor entre el cen­teno, es un ante­ce­sor de los rebel­des sin cau­sa de los años cin­cuen­ta, y a pesar de su físi­co tan dife­ren­te, es fácil ima­gi­nar­lo con la mira­da vul­ne­ra­ble y hura­ña de James Dean. Es tam­bién una ver­sión más joven e ino­cen­te de los héroes de Kerouac. Hol­den per­te­ne­ce a la juven­tud de la alta cla­se media, indi­fe­ren­te y egoís­ta, de esa épo­ca, que bus­ca, en las pala­bras de John Know­les, “una paz por sepa­ra­do”.

Esa sepa­ra­ción tie­ne un cos­to. Rela­ta­da en la voz de Hol­den, en un alar­de lite­ra­rio de fide­li­dad al len­gua­je y esti­lo de vida de la épo­ca, la nove­la es la his­to­ria de una depre­sión. Hol­den, a sus die­ci­sie­te años, posee una hiper­sen­si­bi­li­dad que es casi una defi­cien­cia inmu­no­ló­gi­ca; vive en una penum­bra gene­ra­li­za­da, don­de todo, y todos, son horri­bles, vacíos, fal­sos. A pesar de sus ansias genui­nas por amar a algo o a alguien, es tan inca­paz de hacer­lo como de com­pren­der y adap­tar­se al mun­do que lo rodea. Su her­ma­na Phoe­be le dice, angus­tia­da, “no te gus­ta nada de lo que suce­de”. Hol­den no encuen­tra un des­te­llo reden­tor que ofre­cer­le a esta niña con­fia­da, y se refu­gia en una esce­na ima­gi­na­ria, títu­lo del libro: quie­re ser un caza­dor entre el cen­teno, para atra­par a los niños peque­ños que jue­gan en él y corren peli­gro de caer­se a un pre­ci­pi­cio.

Salin­ger logró con su héroe una haza­ña nota­ble: Hol­den Caul­field sobre­vi­vió a los años sesen­ta, a la lite­ra­tu­ra sexual­men­te explí­ci­ta, a los héroes y anti­hé­roes pos­te­rio­res. No hay en él nin­gu­na preo­cu­pa­ción social o polí­ti­ca; el mun­do está hecho para sus­ten­tar, o agre­dir, a Hol­den Caul­field. Es el per­fec­to espe­ci­men indi­vi­dua­lis­ta e intro­ver­ti­do de una juven­tud que aun des­co­no­cía sus posi­bi­li­da­des y sus dere­chos. Y jus­ta­men­te por eso, Hol­den es inca­paz de per­ci­bir el futu­ro sin terror; nada hay más ame­na­za­dor que con­ver­tir­se en adul­to, esa raza aje­na, detes­ta­ble e hipó­cri­ta. Vol­tea con nos­tal­gia a la figu­ra de Allie, su her­mano muer­to; en sus peo­res momen­tos le rue­ga que no le per­mi­ta des­apa­re­cer, como sos­pe­cha que pue­de suce­der­le cada vez que cru­za una calle. Un encuen­tro con una pros­ti­tu­ta  ado­les­cen­te con­fir­ma su temor al sexo. El úni­co refu­gio es ese niño muer­to, pre­cur­sor de Sey­mour, y Phoe­be, dema­sia­do peque­ña pero ya entre­na­da a ser com­pren­si­va.

En su per­so­na­je, Salin­ger per­pe­tua la ima­gen del ado­les­cen­te des­adap­ta­do, en lucha con­si­go mis­mo y con los demás; le estor­ba su físi­co, le estor­ban sus ins­tin­tos sexua­les, y, más allá de estor­bar­le, el mun­do le pro­du­ce páni­co. ¿Dón­de, y con quién, pue­de encon­trar sim­pa­tía y com­pren­sión?  No es un mar­gi­na­do, sino un hijo de la cla­se pri­vi­le­gia­da; sus padres no pare­cen ser dic­ta­to­ria­les ni crue­les. Esto pode­mos intuir­lo, por­que Salin­ger le tie­ne un salu­da­ble temor a dibu­jar retra­tos pater­nos; cuan­do lo hace, son meros esbo­zos bene­vo­len­tes o crí­ti­cos, sin ver­da­de­ra pro­fun­di­dad. No es su inten­ción pre­sen­tar víc­ti­mas gene­ra­cio­na­les de padres autó­cra­tas y madres frus­tra­das, sino jóve­nes inmer­sos en un males­tar exis­ten­cial sin expli­ca­ción evi­den­te. En ese sen­ti­do acce­de a un nicho envi­dia­ble en el museo lite­ra­rio; ser el crea­dor de un per­so­na­je creí­ble y uni­ver­sal, como lo demues­tra el hecho de que las gene­ra­cio­nes pos­te­rio­res, expues­tas a pro­ble­má­ti­cas de mayor enver­ga­du­ra, sigan con­mo­vién­do­se, e iden­ti­fi­cán­do­se, con Hol­den Caul­field. ¿De dón­de pro­vie­ne este males­tar que per­mea cada momen­to, cada rela­ción de la vida de Hol­den? Por una par­te repre­sen­ta esa eta­pa de la juven­tud don­de las cosas no ter­mi­nan de tomar su lugar, don­de la mira­da del ado­les­cen­te care­ce del len­te apro­pia­do para enfo­car el mun­do y lo ve dis­tor­sio­na­do, en una for­ma en gene­ral inquie­tan­te, y a veces fran­ca­men­te ate­rra­do­ra. Es una socie­dad don­de los jóve­nes salen de su hogar tem­prano, y pier­den la ase­so­ría de su fami­lia; esta situa­ción podría resul­tar envi­dia­ble a los here­de­ros de esque­mas más tra­di­cio­na­les, que, a su vez, se que­jan del aco­so inmi­se­ri­cor­de de sus mayo­res. Sin embar­go, hay años que pasan más len­ta­men­te que otros, y los de la ado­les­cen­cia pue­den alar­gar­se más allá de lo razo­na­ble cuan­do no hay alguien al lado para alla­nar el camino. El poe­ta Robert Bly argu­men­ta que el hom­bre de las socie­da­des indus­tria­li­za­das de hoy cre­ce sin el apo­yo ances­tral de la figu­ra pater­na, ya sea en la per­so­na del padre bio­ló­gi­co o de los “sabios” de la comu­ni­dad; la estruc­tu­ra eco­nó­mi­ca impli­ca un pro­vee­dor dedi­ca­do a sus labo­res, y, cada vez más, una madre luchan­do por dedi­car­se a las suyas. La com­pe­ten­cia con los igua­les en edad e inma­du­rez pue­de resul­tar difí­cil para sen­si­bi­li­da­des agu­das.

Por otra par­te, Hol­den es un pre­cur­sor, como ya diji­mos, de los rebel­des sin cau­sa de los cin­cuen­ta, que encon­tra­ron tan­tas en los sesen­ta. Los niños de las flo­res no eran en gene­ral seres mar­gi­na­dos, sino hijos de la bur­gue­sía prós­pe­ra. Estos jóve­nes vis­lum­bra­ron algo fal­so en el mun­do de la gene­ra­ción ante­rior, y estu­vie­ron dis­pues­tos a aban­do­nar­lo en bus­ca de idea­les no por inde­fi­ni­dos menos ambi­cio­sos. Hol­den nació antes de su tiem­po; en años pos­te­rio­res hubie­ra encon­tra­do refu­gio en un mun­do don­de los des­adap­ta­dos logra­ron el pres­ti­gio de la auten­ti­ci­dad, y con­vir­tie­ron el hecho de ser dife­ren­tes en un galar­dón de glo­ria. “Nun­ca con­fíes en nadie mayor de trein­ta” habría sido el leit­mo­tiv de Hol­den; para él, infor­tu­na­da­men­te, el mun­do per­te­ne­cía a esos mayo­res de trein­ta que más tar­de caye­ron en la des­hon­ra, pero que en su épo­ca goza­ban del poder, como aho­ra, pero tam­bién del pres­ti­gio, muchas veces sin razón. El úni­co refu­gio de Hol­den es por lo tan­to retros­pec­ti­vo, hacia la infan­cia, entra­ña­ble pero inca­paz de ofre­cer­le anclas efi­ca­ces.

En 1953, Salin­ger publi­ca Nue­ve cuen­tos. El pri­me­ro, El per­fec­to día para los peces plá­tano, es el rela­to de una maña­na en la vida de un hom­bre joven, Sey­mour Glass, que sale a pasear a la pla­ya, inven­ta una deli­cio­sa his­to­ria para niños acer­ca de los peces plá­tano, regre­sa a su cuar­to de hotel y se sui­ci­da de un bala­zo jun­to a su espo­sa dor­mi­da. A pesar del dis­cu­ti­ble buen gus­to del pro­ce­di­mien­to, la esce­na es un tour de for­ce; nada en los ante­ce­den­tes per­mi­tía pre­ver seme­jan­te des­en­la­ce. Salin­ger intro­du­ce así al per­so­na­je prin­ci­pal de sus libros pos­te­rio­res, el hermano/héroe, una espe­cie de san­to sin dios, como lo lla­ma­ría Camus, o un san­to de muchos dio­ses, un filó­so­fo y sobre todo, un poe­ta.  Si es váli­do para tal para­dig­ma, y espe­cial­men­te para el alto sen­ti­do esté­ti­co implí­ci­to en un pro­fe­sio­nal del ramo, el sal­pi­car con frag­men­tos de sesos y crá­neo des­tro­za­do a una mujer des­pre­ve­ni­da es algo digno de aná­li­sis. El hecho es que Salin­ger logra su pro­pó­si­to: Sey­mour Glass se con­vier­te en un enig­ma, y uno digno de explo­ra­ción.

Los per­so­na­jes de los cuen­tos de Salin­ger son en su mayo­ría here­de­ros emo­cio­na­les de Hol­den Caul­field; jóve­nes año­ran­tes de la tie­rra de nun­ca jamás, pro­fun­da­men­te teme­ro­sos del momen­to fatal en que ten­drán que renun­ciar a la ado­les­cen­cia e incor­po­rar­se al mun­do de los adul­tos. Son niños habi­ta­dos por una ame­na­za sinies­tra: la infan­cia, la edad per­fec­ta del can­dor y la ima­gi­na­ción, verá irre­me­dia­ble­men­te des­trui­dos sus dones por los años y el con­tac­to con los adul­tos. De éstos, unos cuan­tos se sal­van con­ser­van­do la capa­ci­dad de com­pren­der ese edén; otros son sal­va­dos por la inna­ta sabi­du­ría infan­til.

A par­tir de Franny y Zoo­ey (1955 y 1957, publi­ca­dos en el mis­mo volu­men), Salin­ger aban­do­na la pre­ten­sión de ver­sa­ti­li­dad de temas y se cen­tra en el que, según él, será el más impor­tan­te en su carre­ra: la vida de la fami­lia Glass, con­ta­da por Buddy, el segun­do her­mano, alter ego del pro­pio Salin­ger en una dico­to­mía autor-narra­dor que pier­de las fron­te­ras de dife­ren­cia­ción. Se pier­de tam­bién la estruc­tu­ra de rela­to for­mal, y el esti­lo se con­vier­te en una diser­ta­ción com­ple­ja, inte­lec­tua­li­za­da y bri­llan­te, en un con­ti­nuo diá­lo­go del escri­tor con sus lec­to­res y con­si­go mis­mo.

Aquí tene­mos que dete­ner­nos en la lec­tu­ra y ana­li­zar un poco el tiem­po y el espa­cio de Salin­ger antes de sumer­gir­nos en ese cal­do frá­gil y encan­ta­dor que es la fami­lia Glass. Salin­ger es un judío neo­yor­quino, de la épo­ca cuan­do toda­vía Woody Allen no había psi­co­ana­li­za­do a la espe­cie, Ser­pi­co no exis­tía, y el poli­cía irlan­dés era ejem­plo abso­lu­to de hones­ti­dad y omni­po­ten­cia. Para recrear la atmós­fe­ra, las anéc­do­tas de su niñez, (y bien pode­mos creer que muchas sean fide­dig­nas en geo­gra­fía y ambien­te emo­cio­nal), Salin­ger fabri­ca una mez­cla explo­si­va: una fami­lia de judíos-irlan­de­ses (como la  suya) con todo lo que seme­jan­te alqui­mia com­por­ta de sen­si­bi­li­dad, poten­cial crea­ti­vo y extro­ver­sión den­tro del clan, auna­dos a una feroz nece­si­dad de man­te­ner­se en el claus­tro fami­liar para pro­te­ger­se de las ace­chan­zas exter­nas. Les (judío) y Bes­sie (irlan­de­sa) Glass son artis­tas de vode­vil, y entre fun­ción y fun­ción se las arre­glan para pro­crear sie­te bri­llan­tes y espe­cia­les indi­vi­duos. Sey­mour, el mayor, es el guru incon­tes­ta­do; Buddy es nues­tro escri­tor-inter­lo­cu­tor. Entre los demás hay muer­tos en la gue­rra, mon­jes car­tu­jos, acto­res pro­fe­sio­na­les y un ama de casa como ofren­da pro­pi­cia­to­ria al con­ven­cio­na­lis­mo.

La fami­lia es de super­do­ta­dos; todos los niños par­ti­ci­pan en algu­na épo­ca de su vida en un pro­gra­ma de radio dedi­ca­do a cria­tu­ras pro­di­gio que con­tes­tan las pre­gun­tas del audi­to­rio. Extra­ña­men­te, casi todos pare­cen expe­ri­men­tar una pro­fun­da difi­cul­tad para res­pon­der a las pre­gun­tas de la vida coti­dia­na.

Levan­ten la viga del techo (1955) y Sey­mour: una intro­duc­ción (1959) tam­bién publi­ca­dos en un sólo libro  — y últi­mo capí­tu­lo has­ta la fecha– con­ti­núan y com­ple­tan la serie. Com­ple­tan es un eufe­mis­mo, pues nada menos com­ple­to, cro­no­ló­gi­ca y estruc­tu­ral­men­te, cabe en mate­ria lite­ra­ria.

El ape­lli­do Glass pue­de tra­du­cir­se como vidrio, o cris­tal: una metá­fo­ra de lo frá­gil y trans­pa­ren­te de esta comu­na hiper­sen­si­ble, o como espe­jo, un calei­dos­co­pio fami­liar que cap­tu­ra la vul­ne­ra­bi­li­dad de cada uno y la pro­te­ge sólo mien­tras exis­te refle­ja­da en los demás.

El mosai­co de esta pro­le ima­gi­na­ti­va y fan­ta­sio­sa está domi­na­do por la com­ple­ja per­so­na­li­dad de Sey­mour: se pre­sen­ta, o se vis­lum­bra, como un idea­lis­ta, un soña­dor, un filó­so­fo, pero sobre todo un poe­ta de tal esta­tu­ra que lee y tra­du­ce chino y japo­nés, está pro­fun­da­men­te imbui­do del pen­sa­mien­to orien­tal en una ver­sión pro­pia per­fec­cio­na­da, y escri­be él mis­mo una poe­sía de cali­dad excep­cio­nal. Es tam­bién una inte­li­gen­cia limí­tro­fe con el genio, y posee­dor de una bon­dad sin fron­te­ras. Y sin embar­go, este hom­bre con­trae un incom­pren­si­ble amor por una espe­cie de Bar­bie de talla huma­na, due­ña de una men­ta­li­dad a la par con su aspec­to, una muñe­ca frí­vo­la, super­fi­cial y vacía que even­tual­men­te paga­rá el pre­cio de esta alian­za des­igual con la sor­pre­sa del sui­ci­dio de su mari­do años des­pués en las cir­cuns­tan­cias men­cio­na­das.

El plan­tea­mien­to es tan absur­do que ahon­da el mis­te­rio intrín­se­co en el que Buddy-Salin­ger envuel­ve a su per­so­na­je. ¿Es Sey­mour un hom­bre en los lími­tes de la locu­ra genial? ¿O habi­ta unas altu­ras tales de esté­ti­ca y espi­ri­tua­li­dad que care­ce de pará­me­tros lógi­cos? Nun­ca se expli­ca el por qué de su extra­ña elec­ción con­yu­gal; todo hace supo­ner que un indi­vi­duo con sus carac­te­rís­ti­cas hui­ría como de la pes­te ante seme­jan­te cria­tu­ra, y que cual­quier posi­ble acer­ca­mien­to sucum­bi­ría de inme­dia­to en los abis­mos de la incom­pren­sión. Pode­mos ima­gi­nar como hipó­te­sis el encuen­tro meta­fó­ri­co del idea­lis­mo espi­ri­tual con la prag­má­ti­ca y dura reali­dad; Sey­mour des­cien­de a los infier­nos en bus­ca de una Eurí­di­ce ima­gi­na­ria, y renun­cia a la vida al encon­trar­se con la ver­da­de­ra; o es mera­men­te un qui­jo­te que eli­ge la muer­te antes de ver a su Dul­ci­nea trans­for­mar­se en Aldon­za. Sin embar­go, aquí se pre­su­po­ne un enga­ño, un espe­jis­mo trai­cio­na­do por la luz de la ver­dad. Muriel es trans­pa­ren­te, irre­pe­ti­ble, y en últi­ma ins­tan­cia una víc­ti­ma de mala­ba­ris­mos román­ti­cos aje­nos. El día que Sey­mour se sui­ci­da la lla­ma “Miss Gol­fa Espi­ri­tual de 1948”. Sin­gu­lar epí­te­to del filó­so­fo a la ple­be­ya del inte­lec­to.

Curio­sa­men­te, no pode­mos abo­rre­cer a Sey­mour por esta fal­ta de espí­ri­tu cari­ta­ti­vo. Salin­ger logra cons­truir un anda­mia­je de tal inde­fen­so can­dor, de tan­to amor viril entre her­ma­nos, un pedes­tal de admi­ra­ción tan abso­lu­ta por este ser ambi­va­len­te y caris­má­ti­co, que nos con­ta­gia, y nos fas­ci­na con su tono osci­la­to­rio entre la tra­ge­dia y el humor bur­les­co.

Otra hipó­te­sis, más acor­de con las pre­mi­sas cono­ci­das, es que los per­so­na­jes de Salin­ger no pue­den cre­cer, y que los adul­tos que se rela­cio­nan con ellos afron­tan el ries­go de ena­mo­rar­se de unos eter­nos Peter Pan; son dema­sia­do per­fec­tos para este mun­do, dema­sia­do vul­ne­ra­bles. La infan­cia los pro­te­ge con su escu­do de ino­cen­cia, pero el acce­so a la vida adul­ta es abru­ma­dor. Los hijos de la fami­lia Glass son una tri­bu en rebe­lión con­tra el mun­do, atrin­che­ra­dos en su sin­gu­lar dico­to­mía de amor-dolor, su sen­si­bi­li­dad y la frá­gil e inde­fen­sa dis­po­si­ción a ser las­ti­ma­dos por lo externo. En el fon­do no pue­den cre­cer sin des­po­jar­se de este esta­do de gra­cia, y si cre­cen, se arries­gan a morir o a sui­ci­dar­se, año­ran­do la vida antes de la sexua­li­dad y el com­pro­mi­so.

Se intu­ye en Salin­ger una fas­ci­na­ción por la muer­te como úni­ca sali­da para un ser de la talla de Sey­mour; antes de su sui­ci­dio se dan epi­so­dios extra­ños, una espe­cie de manía obse­si­va por estre­llar­se con­tra los árbo­les en la carre­te­ra, que su obtu­sa mujer reprue­ba (no enten­de­mos por qué); per­di­da en la infan­cia la anéc­do­ta de una pie­dra lan­za­da a una niña a cau­sa de su belle­za insu­pe­ra­ble (que da como resul­ta­do varias cica­tri­ces). Buddy com­pren­de estas expre­sio­nes y las des­car­ta como un sín­to­ma más de la supe­rio­ri­dad de Sey­mour. A noso­tros, lec­to­res, nos que­dan incóg­ni­tas. Se adi­vi­na un inten­to de des­truc­ción de lo per­fec­to como medio de con­ser­var­lo incó­lu­me; o, según las refe­ren­cias repe­ti­das a la lite­ra­tu­ra orien­tal, un deseo de inte­gra­ción abso­lu­ta con el cos­mos. Sey­mour es una per­so­na­li­dad mag­né­ti­ca, de un encan­to en las fron­te­ras del peli­gro; nadie pue­de pla­near a esas altu­ras sin dejar dam­ni­fi­ca­dos a su alre­de­dor. Y Muriel, la pobre ton­ta Muriel, es una víc­ti­ma sin reden­ción de ese mag­ne­tis­mo. Sin embar­go, pue­de repre­sen­tar tam­bién un ansia de reali­dad, el últi­mo inten­to de un hom­bre por anclar­se en lo tan­gi­ble antes de ser arras­tra­do por su intui­ción visio­na­ria a un paso más allá de lo recu­pe­ra­ble. Sey­mour per­te­ne­ce a la raza de los ilu­mi­na­dos, y éstos resul­tan siem­pre peli­gro­sos para los mor­ta­les comu­nes, y un poco ate­rra­do­res en su mís­ti­co per­fec­cio­nis­mo. Hay en ellos una exi­gen­cia cruel, un des­pre­cio por el Eros que según Mar­cu­se inclu­ye algo más que la sexua­li­dad: una expe­rien­cia sen­sual y pla­cen­te­ra de la reali­dad. La reali­dad revis­te para Sey­mour carac­te­rís­ti­cas into­le­ra­bles, y su úni­ca solu­ción es disol­ver­la en el extre­mo recur­so del sui­ci­dio. No que­da cla­ro si éste es una nega­ción de la vida, una renun­cia, o un inten­to por acce­der a estra­tos ulte­rio­res. O si es en el fon­do una muer­te lite­ra­ria, para con­ge­lar en el pasa­do a un per­so­na­je, un espe­jis­mo de sutil pre­sen­cia que per­mi­ta múl­ti­ples y nos­tál­gi­cas inter­pre­ta­cio­nes sub­je­ti­vas.

El tra­ta­mien­to humo­rís­ti­co y colo­quial de Levan­ten la viga del techo evo­lu­cio­na en Sey­mour a un esti­lo capri­cho­sa­men­te dia­léc­ti­co, don­de la sus­tan­cia se vis­lum­bra ape­nas, y la pesa­da som­bra de la muer­te ale­tea sobre los jugue­teos filo­só­fi­cos. En un lar­go y ver­bo­so soli­lo­quio, Salin­ger-Buddy se deba­te con el trau­ma nun­ca supe­ra­do del sui­ci­dio de su her­mano. En anéc­do­tas cui­da­do­sas y deta­lla­das, en esbo­zos suti­les, dibu­ja la ima­gen del poe­ta, el filó­so­fo-guru que mar­ca inde­le­ble­men­te y para toda la vida a sus segui­do­res. Alter­na des­crip­cio­nes atmos­fé­ri­cas del Nue­va York de los cua­ren­ta, de la vida de barrio en una ciu­dad don­de los niños aún prac­ti­can fut­bol en la calle. En una esce­na cine­ma­to­grá­fi­ca­men­te per­fec­ta, Buddy niño jue­ga, (y pier­de) a las cani­cas al atar­de­cer, en esos ins­tan­tes inva­di­dos de penum­bra cuan­do las luces comien­zan a encen­der­se, y “los niños de Nue­va York son como los niños de cual­quier pue­blo que oyen el lejano sil­bi­do del tren mien­tras la últi­ma vaca se encie­rra en el esta­blo”. En ese mági­co cuar­to de hora, apa­re­ce Sey­mour, recor­ta­do con­tra la luz de los faro­les, las manos en las bol­sas, “y se acer­có a noso­tros como un bar­co de vela”. ¿Podrías tra­tar de no apun­tar tan­to? Si le ati­nas apun­tan­do, será sólo suer­te”.

Hay en Sey­mour un ele­men­to eté­reo, una sabi­du­ría atem­po­ral de viden­te pres­ta­do por los dio­ses duran­te un tiem­po efí­me­ro. Una sabi­du­ría aje­na al orden car­te­siano y a la lógi­ca occi­den­tal, ins­cri­ta en el Orien­te, y a veces par­ti­ci­pa­ti­va de un cier­to eso­te­ris­mo. Hay tam­bién un aspec­to entra­ña­ble­men­te coti­diano, del mucha­cho tor­pe para jugar tenis, inca­paz de com­prar­se ropa a la medi­da. Sey­mour lee hai­kus en voz alta para dor­mir a su her­ma­na de meses, y man­tie­ne a sus her­ma­nos en una lucha inter­mi­na­ble por alcan­zar la per­fec­ción y la espi­ri­tua­li­dad.

“¿Cuán­do ha sido escri­bir una pro­fe­sión para ti?”, le dice a Buddy comen­tan­do un cuen­to, “No ha sido nun­ca nada más que tu reli­gión. Y ya que es tu reli­gión, ¿sabes lo que te pre­gun­ta­rán cuan­do mue­ras?: ¿Bri­lla­ban todas tus estre­llas en el fir­ma­men­to? ¿Esta­bas ocu­pa­do escri­bien­do con el cora­zón?”.

Si las estre­llas son de Buddy o de Salin­ger, el hecho es que des­de ese libro-home­na­je, su fir­ma­men­to ha per­ma­ne­ci­do en la oscu­ri­dad. Salin­ger lla­mó a su últi­ma obra “intro­duc­ción”, y dejó a sus lec­to­res ata­dos a la posi­bi­li­dad de un via­je más exten­so en la tie­rra de su inven­ti­va, y a una melan­có­li­ca nos­tal­gia, un sen­ti­mien­to de deter­mi­nis­mo y de pér­di­da. Hay tan­to poten­cial des­per­di­cia­do, tan­tas expec­ta­ti­vas ence­rra­das irre­me­dia­ble­men­te en el inte­rior de los indi­vi­duos, o des­trui­das dema­sia­do pron­to — Hol­den, Sey­mour, y tal vez el mis­mo Salin­ger– “es en cier­ta for­ma, en cada uno de estos hom­bres, Mozart ase­si­na­do”

Al final de Sey­mour, el tono se vuel­ve febril, sobre­ex­ci­ta­do, como si el tema fue­ra inmen­so para un ins­tru­men­to de la fra­gi­li­dad del len­gua­je; la som­bra de Sey­mour adquie­re pro­por­cio­nes gigan­tes­cas, reba­sa las posi­bi­li­da­des de ser cap­tu­ra­da por una sim­bo­lo­gía, y se pier­de en ese fir­ma­men­to don­de deben per­pe­tuar­se las gala­xias lite­ra­rias.

Antoi­ne de St. Exupery, Tie­rra de hom­bres.