escritora, periodista y crítica literaria

La escritora como crítica/la crítica como escritora: reflexiones sobre el oficio de escribir

“If you were a mem­ber of Jes­se James´ band and peo­ple asked you what you were, you wouldn´t say, ‘Well, I´m a des­pe­ra­do’. You´d say something like ‘I work in banks’, or ‘I´ve done some rail­road work’. It took me a long time just to say, I´m a wri­ter, It´s really emba­rras­sing. ” (Roy Blount Jr.1)

Me acuer­do de esta cita cada vez que ten­go que con­tes­tar la pre­gun­ta inhe­ren­te a todo docu­men­to buro­crá­ti­co: ¿pro­fe­sión? Y toda­vía no pue­do decir, escri­to­ra. Solu­ciono el asun­to con el tér­mino perio­dis­ta, o pro­fe­so­ra, razo­na­ble­men­te verí­di­cos ambos. ¿Qué lo cali­fi­ca a uno para asu­mir el ofi­cio de escri­tor? O, más bien, ¿qué es un ofi­cio o pro­fe­sión? Podría­mos decir que es una acti­vi­dad que la socie­dad reco­no­ce y por la cual otor­ga algún tipo de cre­den­cial o títu­lo. El tér­mino pro­fe­sión es mucho más defi­ni­ti­vo; se es médi­co, abo­ga­do, o inge­nie­ro. Las uni­ver­si­da­des y las escue­las téc­ni­cas vali­dan los cono­ci­mien­tos adqui­ri­dos median­te un papel que decla­ra al suje­to capaz de lle­var a cabo una apen­dec­to­mía, impe­dir que su clien­te vaya a la cár­cel o com­po­ner la tube­ría de la coci­na. El tér­mino ofi­cio tie­ne para mí bellas con­no­ta­cio­nes medie­va­les: uno habla de los ofi­cios y pien­sa en los gre­mios o cor­po­ra­tions, esas aso­cia­cio­nes de arte­sa­nos muchas veces agru­pa­dos en la mis­ma calle. En ese con­tex­to, sí pue­do asu­mir la escri­tu­ra como mi ofi­cio, y sen­tir­me par­te de un gre­mio ins­ta­la­do en algu­na meta­fó­ri­ca calle uni­ver­sal.

Cuan­do ini­cio un taller de crea­ción lite­ra­ria con un nue­vo gru­po de alum­nos, sue­lo hacer­les tres pre­gun­tas: ¿Por qué escri­bes? ¿Qué quie­res decir? ¿Cómo quién te gus­ta­ría escri­bir? Una alum­na res­pon­dió en su tex­to, uste­des los pro­fe­so­res hacen unas pre­gun­tas muy com­ple­jas bajo un dis­fraz de ino­cen­cia. Ino­cen­tes o no, con dis­fraz o sin él, me pare­ce opor­tuno tra­tar de con­tes­tar aquí las pre­gun­tas que les hago a los demás.

¿Por qué escri­bi­mos? ¿Será úni­ca­men­te por amor a la pala­bra, a la posi­bi­li­dad de rein­ven­tar el mun­do, de ilu­mi­nar sus rin­co­nes más oscu­ros y seduc­to­res? Si hay quie­nes satis­fa­cen ese amor con el hecho en sí, y lue­go escon­den o des­tru­yen su obra, no los cono­ce­mos. Usual­men­te, el acto de escri­bir pre­su­po­ne la inven­ción del per­fec­to lec­tor, aquel que com­pren­de y se iden­ti­fi­ca con lo que lee. Toda obra lite­ra­ria es un men­sa­je, una bote­lla lan­za­da al mar con el áni­mo de encon­trar un recep­tor idó­neo. Impli­ca la nece­si­dad de enta­blar un lazo con el otro, ese otro que ima­gi­na­mos, plas­ma­mos con la inten­ción de que nos lea. En últi­ma ins­tan­cia, cual­quier inten­to crea­ti­vo es simul­tá­nea­men­te un acto de comu­ni­ca­ción. El pro­ce­so y el amor al pro­ce­so lle­van implí­ci­to el obje­ti­vo. No se rea­li­za en fun­ción del otro pero lo con­tem­pla como una coor­de­na­da secre­ta. La corres­pon­den­cia escritor/lector esta­ble­ce para­le­lis­mos de exi­gen­cia; la ima­gi­na­ción del pri­me­ro cre­ce, deman­da, incur­sio­na en terri­to­rios com­ple­jos o prohi­bi­dos, y arras­tra al segun­do en su aven­tu­ra. Sey­mour, el per­so­na­je de Salin­ger2, le dice a su her­mano escri­tor: “Si sólo pudie­ras recor­dar, antes de sen­tar­te a escri­bir, que mucho antes de con­ver­tir­te en escri­tor fuis­te lec­tor …pre­gún­ta­te, como lec­tor, qué que­rrías leer…y lue­go, pon­te a escri­bir­lo tú mis­mo…” No es un con­se­jo fácil de seguir, pero expre­sa una reali­dad pro­fun­da: todo escri­tor que pre­ten­de hones­ta­men­te ser­lo es, antes que nada, un apa­sio­na­do, y tam­bién hones­to, lec­tor. Y es qui­zá ese lec­tor interno el que se pro­yec­ta como el ima­gi­na­rio inter­lo­cu­tor del inten­so diá­lo­go que la escri­tu­ra pre­su­po­ne. En un pro­ce­so cir­cu­lar, se le adju­di­ca al que lee la inten­ción del que escri­be. Dice Michael Igna­tieff en un ensa­yo sobre Coetzee: “…la autén­ti­ca lite­ra­tu­ra es pri­va­da; sur­ge de un inten­so diá­lo­go con el bie­na­ma­do ima­gi­na­rio. Y el bie­na­ma­do ima­gi­na­rio es el len­gua­je en sí mis­mo. Un ver­da­de­ro escri­tor está fun­da­men­tal­men­te ena­mo­ra­do de la pala­bra, y ésta es su úni­co obje­ti­vo…” 3
Antes de ena­mo­rar­me de las pala­bras, me ena­mo­ré de las his­to­rias. Creo que la fic­ción lite­ra­ria es la here­de­ra de los cuen­tos infan­ti­les. Si cuan­do niños que­re­mos vivir la reali­dad alter­na de la fan­ta­sía, como adul­tos desea­mos que alguien ‑el escri­tor, el poe­ta, el cineas­ta- nos devuel­va ese uni­ver­so míti­co que nos per­mi­te habi­tar mun­dos dis­tin­tos. Todos hemos expe­ri­men­ta­do la sen­sa­ción de aban­dono que nos inva­de al ter­mi­nar un gran libro. Al ale­jar­nos de él, se ale­ja tam­bién la magia que nos hizo tran­si­tar otros cami­nos, vivir expe­rien­cias impo­si­bles. Pue­de ser un agu­do sín­dro­me de Peter Pan, pero toda­vía no encuen­tro el mala­ba­ris­mo esti­lís­ti­co o la inno­va­ción estruc­tu­ral que sus­ti­tu­ya exi­to­sa­men­te el poder seduc­tor de una bue­na his­to­ria. Sólo que la his­to­ria nece­si­ta un vehícu­lo para com­ple­tar el ciclo de la ima­gi­na­ción a esa pági­na en blan­co que tan­to pue­de ator­men­tar­nos a veces. “El libro que uno tie­ne en men­te es siem­pre mejor del que logra plas­mar en el papel” “¿No fue una vez Mrs. Dallo­way nada más papel en blan­co y un fras­co de tin­ta?” dice Michael Cun­ningham en Las horas.4 Hoy los libros no se escon­den en la tin­ta, sino en los más remo­tos cir­cui­tos de la compu­tado­ra. De ahí hay que extraer­los, no siem­pre por su volun­tad. Y aquí encon­tra­mos ese bie­na­ma­do ima­gi­na­rio que es el len­gua­je. Al revi­sar una y otra vez un escri­to, uno lle­ga a dudar de cada tér­mino, de cada coma. Las pala­bras se con­vier­ten en una ame­na­za, ¿habrá que hacer lo que reco­men­da­ba Mark Twain, “cuan­do encuen­tres un adje­ti­vo, máta­lo?” Pero ése, el que bri­lla en medio de la pági­na con una luz tan omi­no­sa, colo­rea toda la fra­se de la tona­li­dad precisa…¿Será nece­sa­rio el homi­ci­dio? Gar­cía Már­quez escri­be párra­fos lle­nos de adjetivos…Claro, él es Gar­cía Márquez…Por otro lado, cuan­do las pala­bras van cayen­do en su lugar como por volun­tad pro­pia, cuan­do nos relee­mos en silen­cio y encon­tra­mos la esce­na que casi pode­mos ver en su cine­ma­to­grá­fi­ca fidelidad…es cuan­do el ofi­cio se vuel­ve delei­te.

¿Qué quie­ro decir? Qui­zá todo el que se arries­ga a la aven­tu­ra de la pala­bra (y aven­tu­ra es, sem­bra­da de suce­sos emo­cio­nan­tes) res­pon­da a inquie­tu­des simi­la­res. Dice Vla­di­mir Nabo­kov que “la lite­ra­tu­ra no nació el día en que un mucha­cho que gri­ta­ba ‘al lobo, al lobo’ apa­re­ció corrien­do en un valle del Nean­der­tal con un enor­me lobo gris en los talo­nes; la lite­ra­tu­ra nació el día en que un mucha­cho vino gri­tan­do ‘ al lobo, al lobo’ y no había nin­gún lobo que lo per­si­guie­ra”.5 Tal vez los lobos reales, para el escri­tor, no sean lo bas­tan­te fero­ces y ten­ga que fabri­car los pro­pios; tal vez una este­pa sin lobos resul­te muy deso­la­da, y ten­ga que inven­tar su aulli­do por las noches. Todo el que crea, afir­ma en el fon­do que su uni­ver­so ima­gi­na­do es más seduc­tor que el que cono­ce. El wan­der­lust del escri­tor es simi­lar al del via­je­ro: estoy aquí, rodea­do de un mun­do cono­ci­do y pre­de­ci­ble, pero allá afue­ra hay otro, inex­plo­ra­do, don­de yo a mi vez me trans­for­ma­ré del ser cono­ci­do y pre­de­ci­ble que soy en otro, ins­tin­ti­vo y por des­cu­brir. El sen­ti­do del via­je res­pon­de a las inquie­tu­des del que lo empren­de; se pue­de año­rar la quie­tud del cam­po, el eco de las rui­nas o la vio­len­cia de los rápi­dos de un río; para­le­la­men­te, la fic­ción explo­ra vas­tos terri­to­rios fan­ta­sio­sos o los más com­ple­jos de la psi­co­lo­gía: es tele­fo­to o gran angu­lar, y todas las posi­bi­li­da­des inter­me­dias. Hay escri­to­res que siguen los cami­nos de la memo­ria, como el que se sumer­ge en una super­fi­cie tran­qui­la para escu­dri­ñar el oscu­ro fon­do cena­go­so. Otros nave­gan entre las gala­xias, o acom­pa­ñan a sus per­so­na­jes en las trin­che­ras de la gue­rra o de la lucha polí­ti­ca. Son, por últi­mo, eros y tana­tos los dos gran­des temas del escri­tor, en todas sus posi­bles acep­cio­nes y deri­va­dos
“…Cai­go en la cuen­ta, de repen­te, que a mi lado ha ido des­fi­lan­do otra vida. Una vida que pasó a mi vera y no lo supe. Allí está, allí sigue, hecha de la suma de todos los momen­tos en que dese­ché ese reco­do del camino…y así ha ido for­man­do la cie­ga corrien­te de otro des­tino que hubie­ra sido el mío y que, en cier­ta for­ma, sigue sién­do­lo allá, en esa otra ori­lla en la que jamás he esta­do y que corre para­le­la a mi jor­na­da cotidiana…arrastra todos los sue­ños, qui­me­ras, pro­yec­tos…”6 dice Maq­roll, el per­so­na­je de Alva­ro Mutis. Creo que es esa otra ori­lla el ver­da­de­ro núcleo de las nove­las; escri­bir per­mi­te adi­vi­nar­la, tran­si­tar­la, adop­tar las múl­ti­ples más­ca­ras de sus habi­tan­tes y lle­var­los por cami­nos sin­gu­la­res.

¿Cómo quién me gus­ta­ría escri­bir? Todo lector/escritor tie­ne un olim­po per­so­nal de dio­ses tute­la­res que rigen su vida con el mis­mo celo que los mito­ló­gi­cos. Las dei­da­des de mi infan­cia fue­ron varias pero, todo­po­de­ro­so como Zeus, rei­na­ba Per­ci­val C. Wren –aho­ra olvi­da­do, supon­go– autor de nove­las de aven­tu­ras en las caser­nes  de la Legión Extran­je­ra Fran­ce­sa, en la India colo­ni­za­da y en casi todas las fron­te­ras del mun­do deci­mo­nó­ni­co. Muchos años des­pués, duran­te una estan­cia en Ingla­te­rra, encon­tré en una libre­ría de vie­jo uno de los pocos volú­me­nes de Wren que había esca­pa­do a mis lec­tu­ras; la figu­ra del autor, que se había ido esfu­man­do a los sóta­nos del olim­po, se desin­te­gró ante la marea de racis­mo, colo­nia­lis­mo y otros ismos igual­men­te deplo­ra­bles que inun­da­ba la nove­la. Sin embar­go, la som­bra de los legio­na­rios, los cipa­yos y los fie­les gur­kas sobre­vi­vió a la incon­gruen­cia ideo­ló­gi­ca en mi amor por la nove­la béli­ca. A mi gene­ra­ción la mar­ca­ron en for­ma inde­le­ble los escri­to­res fran­ce­ses de la pos­gue­rra: Malraux, Camus y –como el Zeus de la edad adul­ta, pero sin des­en­can­tos– Jean Paul Sar­tre; su influen­cia fue mucho mayor, en mi caso, que la de los repre­sen­tan­tes de la corrien­te de la con­cien­cia y su minu­cio­sa disec­ción de las com­ple­ji­da­des emo­cio­na­les y psi­co­ló­gi­cas. La pobla­ción del olim­po es acu­mu­la­ti­va y cam­bian­te; unas figu­ras se des­va­ne­cen como fan­tas­mas, otras toman su lugar y bri­llan por un tiem­po has­ta ver­se suplan­ta­das a su vez. Todas dejan su hue­lla, como la que se dice que­da de las dan­zas noc­tur­nas de las hadas: es la mate­ria de la que nos nutri­mos para escri­bir. Las dos ori­llas, la de la reali­dad y la de la lite­ra­tu­ra, trans­cu­rren para­le­las, y cuan­do el wan­der­lust lle­va a incur­sio­nar en la narra­ti­va, ambas se mez­clas y se retro­ali­men­tan.
Muchos auto­res, al res­pon­der a la pre­gun­ta de quié­nes son sus ances­tros lite­ra­rios, apor­tan nom­bres. Yo podría tal vez detec­tar a mis ances­tros ideo­ló­gi­cos, pero nun­ca a los esti­lís­ti­cos.  Hay tan­tos dig­nos de ser emu­la­dos; y, sin embar­go, la posi­bi­li­dad de lograr la sin­cro­nía exi­to­sa de anéc­do­ta y len­gua­je depen­de de un núme­ro de com­bi­na­cio­nes infi­ni­to. Mara Gar­cía, en su entre­vis­ta, me pre­gun­ta si los jar­di­nes tie­nen un espe­cial sig­ni­fi­ca­do para mí, y con­clu­yo que lo tie­nen en tan­to que poten­cial refle­jo de una sel­va; creo que es una bue­na metá­fo­ra para defi­nir qué escri­to­res me atraen, más allá de la admi­ra­ción que uno tie­ne por el genio de crea­do­res cuya obra des­lum­bra sin sedu­cir. Me gus­ta­ría escri­bir como los rela­to­res de la sel­va: es decir, de la aven­tu­ra y el mis­te­rio. Una aven­tu­ra no nece­sa­ria­men­te físi­ca; las inte­lec­tua­les ofre­cen los mis­mos tro­pie­zos y simi­la­res des­cu­bri­mien­tos. 

La pro­yec­ción de nues­tro pro­ce­so de lectura/escritura al inter­lo­cu­tor  ima­gi­na­rio evo­lu­cio­na al jui­cio incons­cien­te que ejer­ce­mos sobre nues­tra capa­ci­dad. Otor­ga­mos al lec­tor implí­ci­to la facul­tad de cali­fi­car lo que hace­mos, en una trans­fe­ren­cia invo­lun­ta­ria de cri­te­rios. La auto­crí­ti­ca sur­ge, enton­ces, de la adju­di­ca­ción de los pro­pias temo­res al otro, inves­ti­do del poder de  jui­cio. Cito de nue­vo a Igna­tieff: “Si el lec­tor ima­gi­na­rio hace posi­ble la escri­tu­ra, la irrup­ción del cen­sor en el mun­do interno del escri­tor pue­de des­truir ese lazo que le da el valor para escri­bir”. Y el mie­do a la con­de­na para­li­za; no pode­mos des­nu­dar­nos y que­dar iner­mes ante una mira­da que pre­su­po­ne­mos enemi­ga. ¿A quién per­te­ne­ce esa mira­da? Al otro, a todos esos otros a quie­nes fran­quea­mos las puer­tas de nues­tra con­cien­cia a tra­vés de la escri­tu­ra. Si la pre­sen­cia del bie­na­ma­do lec­tor daba el valor de escri­bir, la muta­ción de éste en juez lo intro­du­ce en los plie­gues de la men­te para que des­de ahí ejer­za su fun­ción des­ca­li­fi­ca­do­ra. Escritor/lector/crítico se des­do­blan en un jue­go de espe­jos; el pri­me­ro pro­yec­ta su ima­gen como la con­ci­be, y a su vez la recu­pe­ra como deto­na­do­ra de sus posi­bi­li­da­des crea­ti­vas. Pero el espe­jo no inven­ta, sim­ple­men­te refle­ja. No devuel­ve más que la pro­pia con­cep­ción del que se pro­yec­ta,

Al ana­li­zar este pro­ce­so cícli­co pode­mos pre­gun­tar­nos, ¿en qué momen­to el escri­tor se vuel­ve crí­ti­co o el crí­ti­co escri­tor? Hay muchos y genia­les auto­res a quie­nes nun­ca les ha intere­sa­do hablar o escri­bir acer­ca de sus cole­gas de ofi­cio. Sin embar­go, el apa­sio­na­do lec­tor apren­de, adquie­re expe­rien­cia, y con ella la ten­ta­ción de la crí­ti­ca, pala­bra que tie­ne cier­tas con­no­ta­cio­nes nega­ti­vas: impli­ca jui­cio, el asu­mir la posi­bi­li­dad de vali­dar o des­ca­li­fi­car algo. Pre­fie­ro el tér­mino aná­li­sis, y éste me pare­ce un ejer­ci­cio no sólo inva­lua­ble, sino impo­si­ble de elu­dir. Los que nos dedi­ca­mos a la lite­ra­tu­ra pade­ce­mos un vicio:  escri­bir acer­ca de los que escri­ben. Se sabe, sobre todo en el caso de los auto­res con­sa­gra­dos por la fama y el tiem­po, que la lite­ra­tu­ra sobre ellos pue­de lle­gar a ser  mucho más abun­dan­te que la suya pro­pia. Esta no es una carac­te­rís­ti­ca exclu­si­va de los lite­ra­tos; los pin­to­res hacen cua­dros ins­pi­ra­dos en otros, y los músi­cos com­po­nen pie­zas en home­na­je a un cole­ga muy admi­ra­do, o varia­cio­nes sobre temas cono­ci­dos. Se escri­be acer­ca de lo ya escri­to, e inclu­so se logra escri­bir sobre lo que se ha escri­to acer­ca de lo que se escri­bió. Es posi­ble que haya pro­fe­sio­nes más obse­si­vas que otras.

Dice Pau­lo Frei­re: “el autén­ti­co acto de leer es un pro­ce­so dia­lec­ti­vo que sin­te­ti­za la rela­ción exis­ten­te entre cono­ci­mien­to-trans­for­ma­ción del mun­do y cono­ci­mien­to-trans­for­ma­ción de noso­tros mis­mos. Leer es pro­nun­ciar el mun­do, es el acto que per­mi­te al hom­bre y a la mujer tomar dis­tan­cia de su prác­ti­ca (codi­fi­car­la) para cono­cer­la crí­ti­ca­men­te, vol­vien­do a ella para trans­for­mar­la y trans­for­mar­se a sí mis­mos”.7 Si la lec­tu­ra per­mi­te cono­cer la prác­ti­ca con sen­ti­do crí­ti­co, el aná­li­sis de lo leí­do per­mi­te absor­ber­la inte­gral­men­te; al esta­ble­cer una dia­léc­ti­ca real median­te el enten­di­mien­to, la inter­pre­ta­ción, y por últi­mo las con­clu­sio­nes per­so­na­les, se logra inte­grar el pro­ce­so com­ple­to, tan­to de cono­ci­mien­to como de trans­for­ma­ción, al códi­go inte­lec­tual pro­pio, y así al tra­yec­to pos­te­rior. Este pro­ce­so cir­cu­lar es lo que per­mi­te al hom­bre ubi­car­se en el tiem­po y el espa­cio, com­pren­der los vira­jes de la his­to­ria, y dis­tan­ciar­se de la angus­tia pro­ve­nien­te de la infor­ma­ción indis­cri­mi­na­da que lo ena­je­na y lo aís­la del con­cep­to uni­ver­sal.
Ade­más de ser una nece­si­dad intrín­se­ca, y par­te de la defor­ma­ción pro­fe­sio­nal de los aman­tes de la lite­ra­tu­ra, el aná­li­sis de escri­tos y escri­to­res res­pon­de tal vez a esta urgen­cia de com­pren­sión como par­te del pro­ce­so dia­léc­ti­co del apren­di­za­je, y al pro­fun­do amor por los pro­ce­sos expe­ri­men­ta­les de acer­ca­mien­to a la men­ta­li­dad y la sabi­du­ría del otro. Este acer­ca­mien­to de orden indi­vi­dual es lo que per­mi­te a la lar­ga esos her­mo­sos flu­jos uni­ver­sa­les que uni­fi­can corrien­tes lite­ra­rias o artís­ti­cas a tra­vés del mis­te­rio­so correo de la cul­tu­ra.

Una de mis más bri­llan­tes alum­nas con­fie­sa que cuan­do se encuen­tra inmer­sa  en el pro­ce­so de escri­bir pre­fie­re no leer, por mie­do a caer bajo la influen­cia de esa lec­tu­ra, o a copiar, incons­cien­te­men­te, al autor. Es el nues­tro un mun­do trans­tex­tual, y el len­gua­je, ese bie­na­ma­do ima­gi­na­rio, pue­de jugar con noso­tros de dis­tin­tas mane­ras. Así como dudo de los cir­cui­tos de la compu­tado­ra, cada vez que revi­so una fra­se que me pare­ce espe­cial­men­te logra­da, me asal­ta la terri­ble duda de que no es mía, que la leí en algu­na par­te y voy a vol­ver a encon­trar­la acu­sán­do­me des­de una pági­na aje­na cuan­do sea dema­sia­do tar­de para hacer algo al res­pec­to. Toda­vía no me ha suce­di­do, segu­ra­men­te por­que no he tro­pe­za­do con el tex­to ori­gi­nal. De todas for­mas, creo que la crí­ti­ca, en tan­to que ejer­ci­cio del aná­li­sis de tex­tos, es el mejor maes­tro que un escri­tor pue­de tener. Les digo a mis alum­nos que una de mis inten­cio­nes sinies­tras es lograr que nun­ca pue­dan vol­ver a encon­trar pla­cer en un mal best-seller: que su espí­ri­tu crí­ti­co, entre­na­do en la lec­tu­ra, se indig­ne ante la pér­di­da de tiem­po que un mal libro supo­ne.  (Estoy segu­ra que muchos de ellos me recuer­dan con ren­cor cuan­do están en una libre­ría de aero­puer­to con muchas horas de vue­lo por delan­te).  El aná­li­sis per­so­nal, –ése que nos hace mar­car las pági­nas con pape­li­tos fluo­res­cen­tes, o sub­ra­yar el tex­to has­ta que cier­tos libros cam­bian de color como los cama­leo­nes– tien­de a la lar­ga a con­ver­tir­se en pro­fe­sión, una por cier­to no muy ama­da por los escri­to­res. Cuan­do uno está de ambos lados de la cer­ca — es escri­tor y crí­ti­co– ¿ten­dría que ser más bené­vo­lo en su aná­li­sis? “Es tan difí­cil encon­trar un crí­ti­co neu­tral como un país neu­tral en tiem­po de gue­rra. Supon­go que si un crí­ti­co fue­ra neu­tral no se toma­ría el tra­ba­jo de escri­bir“8, dice Kathe­ri­ne Anne Por­ter, y me pare­ce una ver­dad. ¿Qué pode­mos decir de una obra que nos deja indi­fe­ren­tes? La crí­ti­ca pro­fe­sio­nal –la que va ser publi­ca­da para que otros la lean– sur­ge gene­ral­men­te del entu­sias­mo o la aver­sión. He escri­to rese­ñas adver­sas  de auto­res muy cono­ci­dos o que están “de moda”. Es un ries­go que uno toma, como crí­ti­co, y obe­de­ce a una cier­ta indig­na­ción ante la fal­ta de cali­dad, ya sea de tex­to o de con­tex­to. Dice Kurt Von­ne­gut que ” un crí­ti­co que expre­sa eno­jo o aver­sión por una nove­la es ridícu­lo. Es como alguien que se revis­te de una arma­du­ra para ata­car un sun­dae de cho­co­la­te o una mal­tea­da“9. La gen­te tie­ne dere­cho de escri­bir ton­te­rías, pero si éstas son com­pro­ba­bles, debe espe­rar que alguien lo haga notar. Con­fie­so que ese tipo de rese­ñas ofre­ce un pla­cer per­ver­so; hay un cier­to delei­te en el catá­lo­go de absur­dos que uno des­cu­bre y des­en­mas­ca­ra, en la bús­que­da de la iro­nía ade­cua­da. Sin embar­go, es algo que nun­ca he hecho con un autor joven o des­co­no­ci­do; la pla­ta­for­ma públi­ca que un perió­di­co impli­ca es un arma, si no una arma­du­ra, y como tal a ser usa­da con pre­cau­ción. Es mucho más satis­fac­to­rio emplear­la bajo el impul­so del entu­sias­mo por una nove­la, y con­ta­giar a los lec­to­res.

La dua­li­dad escritor/crítico plan­tea otro pro­ble­ma: si me con­si­de­ro habi­li­ta­do pro­fe­sio­nal­men­te para dise­car los tex­tos aje­nos –aun­que sea bajo el estí­mu­lo del entu­sias­mo– ¿pue­do hacer­lo con los míos? Nos lo impi­de esa cegue­ra endé­mi­ca que nos ata­ca cuan­do se tra­ta de juz­gar lo pro­pio, no por com­pla­cen­cia, ni siquie­ra por orgu­llo: por sim­ple inca­pa­ci­dad. La famo­sa angus­tia de la pági­na en blan­co exis­te sin duda, necia y pro­lon­ga­da, pero se mag­ni­fi­ca ante la pági­na en negro. Uno se pre­gun­ta a veces –más de las que qui­sie­ra– ¿hay algo de lo aquí escri­to que merez­ca otro des­tino que el ces­to de pape­les? Por últi­mo triun­fa el opti­mis­mo, la con­fian­za o la inge­nui­dad –mise­ri­cor­dio­sa­men­te nun­ca sabe­mos cuál de los tres– y deci­di­mos que vale la pena lle­var a tér­mino la nove­la o el ensa­yo. En el pro­ce­so nos tro­pe­za­mos con otro obs­tácu­lo menos dis­cu­ti­do pero igual­men­te ame­na­za­dor: lo que yo lla­mo los hoyos negros de la escri­tu­ra. He aquí cier­to núme­ro de capí­tu­los revi­sa­dos, supues­ta­men­te com­ple­tos, y otro cier­to núme­ro que deam­bu­la en la ima­gi­na­ción mien­tras corre­mos o vamos en el auto y espe­ra con impa­cien­cia ate­rri­zar en la pan­ta­lla. ¿Cómo vamos a ten­der el puen­te que una esas dos par­tes, que no deje al pobre lec­tor per­di­do en un pára­mo de incon­gruen­cia, con­de­na­do al papel de detec­ti­ve para com­pren­der a ese per­so­na­je que de pron­to adqui­rió años y manías, o se tras­la­dó al otro extre­mo del pla­ne­ta? En esos momen­tos uno acu­de a sus auto­res-maes­tros, ésos que pue­den genial­men­te anu­lar déca­das y eva­po­rar cón­yu­ges sin menos­ca­bo de la his­to­ria. Pero el hoyo negro devo­ra la mate­ria y las ideas, el puen­te sigue en cons­truc­ción, y noso­tros en la duda. Y nos damos cuen­ta de que, sin las pági­nas des­nu­das y ves­ti­das, los hoyos negros y los puen­tes en rui­nas, no habría ofi­cio, que escri­bir sería como un pic­nic peren­ne, todo cie­los azu­les y has­tío,  y noso­tros aca­ba­ría­mos por dedi­car­nos a otra cosa. Ya no podría­mos sen­tir­nos un Mer­lín que cons­tru­ye cas­ti­llos de la nada, trans­for­ma a los gue­rre­ros en aman­tes y con­fie­sa dis­fru­tar de lo que por últi­mo es la razón del ofi­cio de escri­bir: el enig­ma del reto y el gozo de enfren­tar­lo.

  1. Charl­ton, James, Edi­tor, The Writer´s Quo­ta­tion Book, Nue­va York: Push­cart Press, 1980 Pag. 51 ↩︎
  2. Salin­ger, J.D., Sey­mour, An Intro­duc­tion, Bos­ton: Little, Brown & Com­pany, 1955, pag 186–187 ↩︎
  3. Igna­tieff, Michael, The Belo­ved, Lon­dres: Lon­don Review of Books, 6 Feb.1997, pag 14 ↩︎
  4. Cun­ningham, Michael, The Hours, Nue­va York, Pica­dor, 1999, pag. 69–76 ↩︎
  5. Charl­ton, James, Edi­tor, The Writer´s Quo­ta­tion Book, Nue­va York: Push­cart Press, 1980, Pag. 9 ↩︎
  6. Mutis, Alva­ro, La nie­ve del almi­ran­te, ↩︎
  7. Frei­re, Pablo, La impor­tan­cia de leer y el pro­ce­so de trans­for­ma­ción, Siglo XXI Ed. ↩︎
  8. Charl­ton, James, Edi­tor, The Writer´s Quo­ta­tion Book, Nue­va York: Push­cart Press, 1980, pag 116 ↩︎
  9. Ibid, pag 117 ↩︎