Sociedad, política y guerra en la obra de Pat Barker
Una de las tendencias de los estudios de género es cuestionarse acerca de si existe una escritura femenina o no, es decir, si las mujeres, por el hecho de serlo, tienen una perspectiva, un estilo, una forma de escribir diferente a los de los hombres. Curiosamente, nunca se plantea si existe una escritura masculina; esto implica que el paradigma es uno, el de los escritores, y lo que las mujeres hacen se juzga y se cataloga por comparación. El juzgar algo “en comparación a” es necesariamente reduccionista pero, si no es desde el punto de vista comparativo, ¿cómo podemos hablar de una escritura femenina? Si esta categorización no es aplicable en el caso de autores del género masculino, estaríamos clasificando la escritura femenina por lo que no es: aplicando un calificativo de diferenciación respecto a su contraparte.
Para analizar de qué y cómo escriben las mujeres, hay que plantear la pregunta en general: ¿por qué escribimos? ¿Será únicamente por amor a la palabra, a la posibilidad de reinventar elmundo, de iluminar sus rincones más oscuros y seductores? O, si no reinventarlo, hacerlo vivir en las páginas de un libro: reproducir hechos, emociones, amores, tragedias. El creador tiene ante sí varios de estos mundos posibles: el propio, el que conoce o el que imagina. Si escribimos a partir de una experiencia propia, habría que pensar cómo se vive esa experiencia; si como individuo o como género. Al mirar atrás, podemos entender que antes del parteaguas social que fueron las décadas de los sesenta y setenta, y más aún antes de las dos Guerras Mundiales y la consecuente transformación de todos tipos que acarrearon, la experiencia accesible a las mujeres estaba circunscrita a un rol de género. Al pensar en Jane Austen, en el talento, la agudeza del poder de observación, la crítica social y sus diálogos, no deja de sorprender la pequeñez del alcance: en su obra, las mujeres dedican su vida y sus esfuerzos a la empresa de atrapar un marido. Esto en un momento de la historia en el que Napoleón jugaba al ajedrez con la geopolítica europea. Pero el tema no es tan superficial como parece: Jane Austen escribía en una época en la que la leyes de la herencia en Inglaterra habían cambiado al esquema de primogenitura masculina y por lo tanto dejaban a las hijas sin medios propios y dependientes del marido o, en el caso de quedarse solteras, como es el de la misma Austen, de la benevolencia del hermano mayor o algún otro pariente. Más de un siglo después, Virginia Woolf retoma el tema en Orlando: “el hombre tiene la mano libre para empuñar la espada; la mujer debe emplear la suya en evitar que el satín se deslice de sus hombros”.i Al leer a estas autoras se concluye que las mujeres escribían como tales porque vivían como seres inscritos en un apartado especial determinado por la sociedad. Aún así, en 1818 Mary Shelley publica Frankenstein, separándose de los cánones de la literatura femenina de su tiempo.
El concepto de una literatura definible como femenina sugiere la premisa de que el artista crea a partir de coordenadas de género y negaría la universalidad de la literatura (o del arte en general) y su potencial como transgresora de las fronteras de identidad. La experiencia directa de la realidad en tanto que ser biológico y/o social no es determinante para el ámbito creativo y abundan los ejemplos en la historia de las letras: D.H. Lawrence adopta una mirada femenina para plasmar las relaciones sexuales; Flaubert se proyecta (Emma Bovary soy yo) en su personaje como paradigma del rechazo a la opresión de ambientes rígidos… Hay autoras que eligen como su territorio uno fincado en las experiencias y la problemática de las mujeres (Doris Lessing, Toni Morrison) y otras que asumen una mirada global (Marguerite Yourcenar, Oriana Fallaci, Susan Sontag), así como hay escritores que construyen su obra alrededor de personajes femeninos redondos y que utilizan sus voces con gran verosimilitud (William Boyd, J.M. Coetzee).
Me parece importante considerar esa década crucial en la perspectiva del mundo, la de los años sesenta. Podríamos hablar de revolución sexual, de desmitificación del concepto de autoridad, del surgimiento de los jóvenes como una fuerza con poder: “nunca confíes en nadie mayor de treinta años”. Pero también de una sociedad influenciada por Simone de Beauvoir, Betty Friedany otras escritoras cuyo impulso descalificó al universo llamado femenino. A partir de entonces, las mujeres participan en profesiones, política, como soldados en las guerras; el mundo ha llegado a ser el mismo para los géneros, y por lo tanto la escritura también. Si la ficción se imagina a partir de una realidad, y la realidad es similar para ambos sexos, la ficción lo será por consiguiente. Pero no sólo se trata de la escritura basada en una cierta experiencia; se da también la capacidad de proyectarse al otro, de asumir su sentir y pensar, y sus circunstancias.
Es difícil elegir entre tantas escritoras cuya obra podría justificar mi postura; me decidí por Pat Barker porque se aleja notoriamente de los temas considerados “femeninos”. Barker pertenece a esa generación británica de la posguerra que ha dado algunos de los mejores escritores actuales: Julian Barnes, Ian McEwan, William Boyd, Martin Amis; nació en Teesside, Inglaterra, en 1943 y su padre murió en el frente durante la Segunda Guerra Mundial. Sus primeras novelas son retratos oscuros y violentos de la vida en los barrios bajos de una zona industrial pobre. Barker recibió el premio Booker por el tercer volumen de una trilogía acerca de la 1a. Guerra Mundial, Regeneración, El ojo en la puerta y El camino de los fantasmas.
Un ambicioso proyecto literario, las novelas incluyen personajes de la vida real y registran el encuentro en 1917 entre los poetas Robert Graves, Siegfried Sassoony Wilfred Owen y el psiquiatra-antropólogo W.H. Rivers. De éstos, Robert Graves, prolífico autor de novela histórica (Yo, Claudio) ensayista, poeta y biógrafo, subsiste como uno de los grandes nombres de la literatura inglesa; la obra de Wilfred Owen, muerto en las trincheras en 1918 y de Siegried Sassoon, quien sobrevivió a la guerra, ha caído en un semi-olvido, y W.H. Rivers, a pesar de su talento profundo y versátil, es muy poco conocido. Pero todos ellos fueron protagonistas de un notorio drama trágico que escandalizó a la sociedad de ese tiempo y su relación es el núcleo de las tres novelas.
Sassoon era miembro de una prestigiosa y rica familia; atractivo, buen poeta, su valor casi irracional le valió el afecto de sus soldados y la Cruz Militar. En 1917 demostró otro tipo de valor: influenciado por Bertrand Russell (premio Nobel de literatura 1950 y encarcelado por sus actividades pacifistas en 1918) y convencido de la futilidad de la guerra y la necesidad de una paz negociada, publicó una declaración en la que condenaba “la brutal indiferencia con la cual la mayoría de los que se quedaron en casa contemplan las continuas agonías que no comparten y que no tienen capacidad de imaginar”ii. Robert Graves, su amigo y hermano de armas, evitó que fuera a consejo de guerra por deserción mediante un certificado médico que lo declaraba víctima de un colapso mental y lo enviaba al Hospital Craiglockhart en Escocia.
Es ahí donde Barker sitúa Regeneración. El médico en jefe del hospital, W.H. Rivers, era una figura importante en las investigaciones sobre la interpretación de los sueños como terapia y un antropólogo apasionado que había realizado extensos estudios en Melanesia. El esquema novelístico surge del encuentro entre estas dos figuras, el poeta-héroe y el médico, y utiliza el recurso de sus diálogos para crear tensión y exponer un dilema trágico: Sassoon está convencido de su postura pacifista, y sin embargo lo tortura el sentido del deber hacia sus hombres: “El frente de batalla es el único lugar decente donde se puede estar”,iii declara. Rivers sabe que su obligación es curar a sus pacientes, pero sabe también que la salud momentánea implica el regreso a la trinchera y a una muerte casi segura.
A su lado aparece otro personaje, éste ficticio, Billy Prior, protagonista de la continuación de la trilogía sin descartar a los otros. Prior es el paradigma del esquema clasista británico: “caballero circunstancial” por su origen humilde y su posición de oficial en el ejército, bisexual, torturado por lealtades en pugna, es el vehículo para el análisis social que Barker emprende, una crítica a la que ningún aspecto de la vida británica escapa.
El tema de esta primera parte gira alrededor de varias disyuntivas dramáticas: patriotismo y responsabilidad moral, lealtad al ser humano y lealtad alconcepto de nación, curar para la muerte o para la vida. Las primeras implican actuar en contra de una guerra que se considera absurda a costa de abandonar “al único grupo mártir que está en lo correcto”, los soldados; la tercera cuestiona el papel del médico en tanto que hombre de ciencia y ser humano.
“No hay ninguna justificación racional…para la guerra. Se ha convertido en un sistema que se perpetúa a sí mismo. Nadie se beneficia. Nadie tiene el control. Nadie sabe como detenerla.“iv, dice Prior en una frase que parece resumir la visión de Barker respecto a ese momento histórico. ¿Dónde quedó el mito de la guerra justa, la guerra patriótica destinadaa preservar el mundo civilizado? Se convirtió en eso: un mito. “Una sociedad que devora a sus hijos no merece lealtad automática e incuestionable”. Es, además, una sociedad que clasifica a esos hijos que devora mediante un código estricto e inamovible. El sistema ataca a todos aquellos “que no se someten”. Con sus profundas diferencias culturales y de clase, Sassoon y Prior pertenecen a esa categoría. Barker hace un recuento de los juicios legales en contra de los homosexuales; la sospecha y la calumnia contaminan a una sociedad cuya juventud es exhortada al amor fraterno entre combatientes. ¿Dónde está la frontera que divide el amor viril de las inclinaciones homosexuales en un conglomerado totalmente masculino sujeto a grados extremos de tensión emocional? La sociedad no quiere ver manchado el honor de sus soldados con la sombra de una duda, y para borrarla emprende una persecución continua y cruel, eco de la que sufrió Oscar Wilde. “La homosexualidad, por ejemplo. En tiempos de guerra se glorifica el amor entre los hombres y al mismo tiempo se acusa una cierta ansiedad. ¿Es el tipo correcto de amor? Una manera de asegurarse de que lo sea es hacer inequívoca la condena pública al otro tipo. Y luego, está el placer de matar…” v
Hay otro grupo igualmente peligroso, perseguido de similar forma: los pacifistas, acusados de comunistas y traidores. Sus filas se nutren de pocas figuras notables ‑como Sassoon o Russell- y de muchas provenientes de la clase obrera, de los militantes socialistas. Para ellos no hay la indulgencia que se otorga a un aristócrata héroe de guerra, sólo El ojo en la puerta de la cárcel, el sobornoal traidor potencial, la represión secreta.
El camino de los fantasmas es el mismo que pinta Sassoon en sus poemas; lo recorren “batallones y batallones con las cicatrices del infierno; el ejército sin retorno que fue joven; las legiones que sufrieron y son ahora polvo”. La trilogía es un alarde de reconstrucción histórica, de ficción y de crítica socio-política: crece en una estructura compleja desde la crisis intelectual y moral del primer volumen al estudio de clases en el segundo, y termina con un cuestionamiento al núcleo mismo de la cultura y la sociedad. Contempla con una mirada lúcida y desencantada un periodo de la épica del mundo occidental, destruye los mitos y devela las infamias.
Pat Barker no es la única escritora británica contemporánea en emprender la revaloración de las políticas oficiales en la primera Guerra Mundial; otros, como McEwan o Boyd, han publicado críticas amargas a unos gobiernos irresponsables, pero es quizá la de Barker la voz más definida. Uno se pregunta cómo una mujer que, suponemos, nunca ha tenido un fusil en las manos, ni ha estado en situación de matar o morir, ni ha pasado meses entre lodo, frío y cadáveres en el fondo de una trinchera, puede transmitir con tanta fidelidad las sensaciones que estas circunstancias provocan: “Mírenos. No recordamos, no sentimos, no pensamos…de acuerdo a cualquier parámetro civilizado (pero que significado tiene eso ahora) somos objetos de horror”. vi
Igualmente podemos preguntarnos cómo un escritor, Flaubert, puede penetrar en la mente de una mujer cuya fantasía ha sido exacerbada por las novelas románticas y hacerla hablar convincentemente: “Se miró en el espejo y se quedó sorprendida al ver su rostro. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros, tan profundos. La transfiguraban como un sutil halo que se extendía por toda su persona. ¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante!, se repetía.”vii
La literatura ofrece innumerables ejemplos de este tipo: la voz de personajes, cuando el relato está dramatizado, e incluso el discurso autoral que, si no debieran atribuirse a un nombre en la portada del libro, serían inidentificables por género. Porque la identidad cultural va más allá de las coordenadas de sexo, etnia, nación o religión originales; busca afinidades en el amplio universo de las ideas. Si las pioneras del feminismo perseguían la adhesión al grupo, la indispensable solidaridad de género como un dique contra la falta de libertad y reconocimiento, esa etapa ha sido rebasada (salvo en sociedades excluyentes) por un concepto de diversidad. La mirada no se vuelve hacia adentro, se permite hollar todos los territorios. En su ensayo Geografía de la novela, Carlos Fuentes analiza el policentrismo “ como condición común de una humanidad sólo central porque es excéntrica, o sólo excéntrica porque tal es la situación real de lo universal concreto, sobre todo si semanifiesta mediante la aportación de lo diverso que es la imaginación literaria”.viii En ese texto, Fuentes contrapone policentrismo a eurocentrismo, pero igualmente podemos utilizar su discurso para referirnos a la excentricidad del pensamiento femenino frente al centro masculino que predominó en la civilización occidental durante siglos. Igual que en la geografía física, en la intelectual ya no hay centros, sólo regiones, y éstas se sobreponen y se confunden, se complementan y se enriquecen. La aportación de lo diverso que es la imaginación literaria: he ahí el núcleo del argumento. Los novelistas no hacen crónica ni reportaje, hacen ficción. Ficción, ficticio: del diccionario, fingido o fabuloso, imaginario, supuesto. Y la capacidad y el anhelo de fabular no están circunscritos a categoría alguna. Nada hay de fabuloso en narrar las propias circunstancias, aunque el hacerlo haya dado grandes obras a las letras. Pero el deseo de reinventar el mundo tiene un alcance mucho mayor que la realidad vivida, se nutre de fabricar, inventar: la esencia del arte, sustentada sobre la experiencia, el talento y sobre todo la imaginación.
Si la imaginación es capaz de tomar la experiencia y transformarla o magnificarla, ¿podemos pensar que lo mismo sucede al revés? ¿Que la imaginación inventa la experiencia y le otorga características tan vívidas que la hace irreconocible en tanto que fantasía, la instaura como una realidad alterna? La premisa de la novela, de la buena novela, es que el autor crea un mundo y, mediante una convención asumida, le ofrece al lector un pasaporte para habitarlo. El lector acepta el desafío de internarse en un territorio que, por obra de ciertos artificios, le resulta auténtico, poblado por semejantes a los que puede amar u odiar, con los que se identifica o a los que rechaza y cuyo destino tiene que conocer. “No existen límites precisos entre experiencia e imaginación”, dice Norman Mailer. Y esa carencia de límites implica otra, la de las fronteras entre segmentos de la humanidad que la Historia se ha empeñado en definir y etiquetar de acuerdo a parámetros artificiales. Hay escritores/hombres y escritoras/mujeres: algunos enfrentan el mundo, y la versión de él que eligen para plasmarla en su obra, con una actitud que se asume como genérica antes que individual. Pero hay otros cuya mirada se extiende más allá de cualquier frontera, dispuestos a emprender la aventura de identificarse con el otro y de adoptar su voz. En su obra se desvanecen esos límites que Mailer menciona; integran la legión de seres que valoran lo universal por encima de lo particular y no contemplan el circunscribirsea las coordenadas que su condición biológica, geográfica o cultural imponen.
Cecilia Urbina
Publicado en Casa del Tiempo,
revista de la UAM No 19, mayo 2009.