escritora, periodista y crítica literaria

La figura de Robinson en el mapa literario

El dic­cio­na­rio defi­ne el tér­mino mapa como “repre­sen­ta­ción geo­grá­fi­ca de la tie­rra, o par­te de ella”. Para todos los que fui­mos lec­to­res infan­ti­les, la pala­bra con­vo­ca imá­ge­nes román­ti­cas de guías para encon­trar teso­ros con coor­de­na­das secre­tas posi­bles de des­ci­frar sólo por los ini­cia­dos; o de explo­ra­do­res que arries­gan su vida para avan­zar en los mis­te­rios de los terri­to­rios igno­tos y dejar el recuer­do de su glo­ria en la fir­ma al pie de la repro­duc­ción en dos dimen­sio­nes de sus des­cu­bri­mien­tos. Ese car­tó­gra­fo heroi­co que tra­za­ba el per­fil de lito­ra­les y ribe­ras, de mon­ta­ñas y saba­nas, ha sido suplan­ta­do por un saté­li­te capaz de dibu­jar con­ti­nen­tes, de ense­ñar­nos la redon­dez del pla­ne­ta y la for­ma de las pla­ta­for­mas sub­ma­ri­nas. Tam­bién, cuan­do está al ser­vi­cio de un sis­te­ma tec­ni­fi­ca­do, irrum­pe, como poli­cía secre­ta de la peor dic­ta­du­ra, en la vida pri­va­da del indi­vi­duo, la des­nu­da y la exhi­be para repri­mir­la, algo que no pue­de dejar de alar­mar­nos: el expo­ner nues­tro tra­yec­to indi­vi­dual a la mira­da sinies­tra del poder.

Pero, si tra­ta­mos de tra­zar nues­tro mapa en el tiem­po, encon­tra­mos que la his­to­ria impo­ne su momen­to y el escri­tor res­pon­de con la ver­sión pri­va­da de ese enor­me fres­co en el que su mira­da bus­ca res­pues­tas. Aun­que, como dice Car­los Fuen­tes: “Más que una res­pues­ta, la nove­la es una pre­gun­ta crí­ti­ca acer­ca del mun­do, pero tam­bién acer­ca de ella mis­ma”.¡ Por­que el escri­tor es siem­pre un disi­den­te: su mira­da cues­tio­na el poder, la socie­dad, lo esta­ble­ci­do.

¿Han cam­bia­do los temas del escri­tor a lo lar­go de la his­to­ria? Si que­re­mos sim­pli­fi­car, diría­mos que hay dos cues­tio­nes sobre las cua­les se pien­sa, se escri­be o se crea: eros y tana­tos, la vida y la muer­te, reales o meta­fó­ri­cas, y todo lo que con­lle­van: amor, heroís­mo, gue­rra, ven­gan­za y sus infi­ni­tas com­bi­na­cio­nes. Esos con­cep­tos se man­tie­nen en el tiem­po, por­que son inte­rro­gan­tes a las que el ser humano no pue­de dar res­pues­tas defi­ni­ti­vas: el hom­bre es el úni­co ani­mal que sabe que va a morir, dice André Malraux. Pero si los temas son peren­nes y uni­ver­sa­les, la acti­tud fren­te a ellos osci­la y evo­lu­cio­na. Hay un per­so­na­je que ha per­ma­ne­ci­do para rena­cer una y otra vez en las pági­nas de los­li­bros: Robin­son Cru­soe, el náu­fra­go, ese ser infor­tu­na­do al que el mar arro­ja en una isla, lejos de su mun­do y sus con­gé­ne­res.

Islas y hom­bres se han uni­do para crear un mito revol­ven­te a lo lar­go del tiem­po. En esos jiro­nes de tie­rra, sem­bra­dos por los dio­ses en las exten­sio­nes océa­ni­cas, se alo­jan todos los mis­te­rios, los terro­res y las fan­ta­sías. Mino­tau­ros, sire­nas y cíclo­pes moran en sus cue­vas o sedu­cen a los nave­gan­tes des­de los arre­ci­fes; sur­gen de las bru­mas nór­di­cas como refu­gio de los vikin­gos gue­rre­ros; sus acan­ti­la­dos seña­lan la sal­va­ción o la muer­te para los mari­ne­ros per­di­dos. En la incóg­ni­ta de la leja­nía, sin­te­ti­zan a Ariel y a Cali­ban, pro­me­ten encan­ta­mien­tos o male­fi­cios, todo lo que ace­cha la ima­gi­na­ción de los hom­bres ais­la­dos en el mar duran­te muchos meses. Terri­to­rio de pira­tas y hechi­ce­ras, de teso­ros, vír­ge­nes y caní­ba­les, cen­te­llean entre los mares con la seduc­ción de lo des­co­no­ci­do. Los suce­si­vos robin­so­nes de la his­to­ria las han domes­ti­ca­do sin ani­qui­lar su encan­to; las islas se per­pe­túan como la pro­me­sa de lo posi­ble, la nega­ción de la ruti­na.

Robin­son Cru­soe (1719), de Daniel Defoe, ha sido con­si­de­ra­da por algu­nos crí­ti­cos como la pri­me­ra nove­la ingle­sa, y en cier­ta for­ma tam­bién la pri­me­ra nove­la moder­na. Es un momen­to de gran­des inno­va­cio­nes: el Siglo de las Luces se pre­pa­ra a ilu­mi­nar la his­to­ria. Mon­tes­quieu fus­ti­ga al sis­te­ma con sus Car­tas Per­sas; Dide­rot pro­po­ne la pri­me­ra teo­ría atea de un mun­do que se crea a sí mis­mo en un con­ti­nuo deve­nir; Vol­tai­re publi­ca el Dic­cio­na­rio Filo­só­fi­co e inau­gu­ra la noción de tole­ran­cia; dos empre­sas des­lum­bran­tes, el pri­mer Dic­cio­na­rio de la Len­gua Ingle­sa de Samuel John­son y la Enci­clo­pe­dia, aco­me­ten la labor de con­cen­trar todos los cono­ci­mien­tos del momen­to en una sola publi­ca­ción; en Ingla­te­rra se suce­den perió­di­cos como el Tatler, el Spec­ta­tor y el Daily Post, en cuyas pági­nas escri­be Daniel Defoe, un hom­bre con la men­te ágil e inqui­si­ti­va del repor­te­ro. Y es en un perió­di­co don­de el mis­mo Defoe se ente­ra de la aven­tu­ra de Ale­xan­der Sel­kirk, mari­ne­ro inglés aban­do­na­do en una isla desier­ta en 1704, en la cual per­ma­ne­ció solo has­ta su res­ca­te en 1709, y que ins­pi­ró el per­so­na­je de Robin­son Cru­soe.

Daniel Defoe era un disi­den­te, como se deno­mi­nó a par­tir del Siglo XVII a aqué­llos que se rehu­sa­ban a adhe­rir­se a la Igle­sia de Ingla­te­rra. Por su pan­fle­to satí­ri­co El camino cor­to hacia los disi­den­tes fue mul­ta­do y encar­ce­la­do y tuvo otros encuen­tros con­la jus­ti­cia por su crí­ti­ca a los pre­jui­cios con­tra un rey naci­do en el extran­je­ro, Gui­ller­mo III de Oran­ge, lo cual nos dice que su vida no fue aje­na a la aven­tu­ra.

La nove­la es ágil y sen­ci­lla, tan­to que se ha con­ver­ti­do en mate­ria para los muy jóve­nes: la his­to­ria de los esfuer­zos de un hom­bre por sobre­vi­vir, pri­me­ro, y por lograr un habi­tat pla­cen­te­ro, segun­do. Hay peri­pe­cias, un cier­to sus­pen­so, peli­gros no dema­sia­do terri­bles. Pero esta lec­tu­ra direc­ta igno­ra el men­sa­je implí­ci­to: el Robin­son de Defoe obe­de­ce a la ideo­lo­gía euro­cén­tri­ca de su épo­ca y a la puri­ta­na de su autor. La con­fluen­cia de la pro­vi­den­cia divi­na y la actua­ción efi­caz del náu­fra­go lo lle­van a recrear su mun­do ori­gi­nal en la isla desier­ta. La impor­tan­cia y dig­ni­dad del tra­ba­jo, la dis­ci­pli­na y la con­fian­za en los valo­res ances­tra­les de Robin­son hacen de su lugar de des­tie­rro un clon de la patria leja­na con un úni­co ciu­da­dano; cuan­do apa­re­ce Vier­nes, habi­tan­te de esas regio­nes, y mucho más cono­ce­dor de ellas por lo tan­to, la rela­ción amo-sir­vien­te se desa­rro­lla natu­ral­men­te. El hom­bre blan­co “adop­ta” al sal­va­je ylo inte­gra a su esque­ma civi­li­za­dor, como lo harán a gran esca­la, en ese siglo y el siguien­te, los impe­rios euro­peos con los pue­blos colo­ni­za­dos.

“De entre todos, Robin­son es uno de los ele­men­tos cons­ti­tu­ti­vos del hom­bre occi­den­tal”ii dice Michel Tour­nier. Por­que el per­so­na­je se ha ins­tau­ra­do en cali­dad de mito; a cien­to cin­cuen­ta años de su naci­mien­to, Julio Ver­ne lo rein­ven­ta (La isla misteriosa,1874), en la per­so­na de Ciro Smith, inge­nie­ro y, por lo tan­to, sín­te­sis de genio e inge­nio. No hay aquí la apo­lo­gía de las vir­tu­des cris­tia­nas, sino el hom­bre del siglo XIX que sue­ña con el XX: el triun­fo de la tec­no­lo­gía y las cien­cias apli­ca­das. Pero la isla no es el terri­to­rio bené­vo­lo de Defoe, dis­pues­to a ple­gar­se a las manos dili­gen­tes de su con­quis­ta­dor; tie­ne un alma secre­ta, un habi­tan­te de los abis­mos que de ellos emer­ge: el capi­tán Nemo y su Nau­ti­lus son la cien­cia del maña­na, que ni siquie­ra Smith con­tem­pla aún. La ter­ca per­se­ve­ran­cia de Robin­son en la éti­ca del tra­ba­jo ha deja­do su lugar a la inven­ti­va del inge­nie­ro; el hom­bre ya no con­fía en sus manos sino en su cere­bro. Ver­ne rin­de un home­na­je al con­cep­to de pro­gre­so y afir­ma su fe en la cien­cia, como en muchas de sus nove­las. 

El Siglo XX pro­du­ce su cuo­ta de Robin­so­nes. William Gol­ding, en El señor de las mos­cas (1954), los hace niños y ado­les­cen­tes que nau­fra­gan en una isla sin adul­to alguno que los pro­te­ja. Son seres edu­ca­dos, pro­duc­to de un medio social alto y una escue­la eli­tis­ta. Los pri­me­ros inten­tos de recons­truir una socie­dad como la que cono­cen des­apa­re­cen pron­to para dar lugar al aban­dono a ins­tin­tos de vio­len­cia, supers­ti­ción, cruel­dad y al domi­nio de la fuer­za. No hace Gol­ding una apo­lo­gía de las cua­li­da­des del hom­bre civi­li­za­do; en un aná­li­sis oscu­ro, más bien elu­cu­bra sobre qué tan frá­gil pue­de ser ese bar­niz de civi­li­za­ción. El dios incues­tio­na­ble de Defoe se trans­mu­ta en una dei­dad cruel y pri­mi­ti­va; el hom­bre pro­gre­sis­ta de Ver­ne, en un gru­po de jóve­nes que sucum­ben a sus ins­tin­tos más pri­ma­rios.

Los dos ejem­plos que res­tan se ins­cri­ben en la meta­fic­ción: Vier­nes o las ondas del Pací­fi­co de Michel Tour­nier (1972) y Foe de J.M. Coetzee, (1987.)

Es sig­ni­fi­ca­ti­vo que la nove­la de Tour­nier lle­ve el nom­bre de Vier­nes y no de Robin­son. Para Tour­nier, Vier­nes es, por un par­te, la posi­bi­li­dad del encuen­tro gran­dio­so entre dos civi­li­za­cio­nes: por otra, el ger­men de la duda, de la des­truc­ción de un sis­te­ma edi­fi­ca­do pacien­te­men­te por ese soli­ta­rio genial. La nove­la plan­tea la tesis del hom­bre des­po­seí­do del otro; los efec­tos de la ausen­cia del otro pro­du­cen las ver­da­de­ras aven­tu­ras del espí­ri­tu. Si el otro defi­ne las fron­te­ras y las tran­si­cio­nes del mun­do, “¿qué suce­de cuan­do el otro fal­ta en la estruc­tu­ra del uni­ver­so? Es el rei­no de la bru­tal opo­si­ción del sol y de la tie­rra, de una lumi­no­si­dad inso­por­ta­ble y de un abis­mo oscu­ro.” Este Robin­son, ate­rra­do por la sole­dad, no tie­ne al dios de los puri­ta­nos para res­pon­der a sus angus­tias; tam­po­co la con­fian­za en la cien­cia todo­po­de­ro­sa. Se aco­ge pri­me­ro al barro pri­mi­ge­nio – en el que se revuel­ca como los ani­ma­les — qui­zá para reen­con­trar una ino­cen­cia sal­va­do­ra; des­pués en el tra­ba­jo, la dis­ci­pli­na, la cons­truc­ción del mun­do tal como lo cono­ce. Vier­nes, el espí­ri­tu eóli­co, des­tru­ye, real y meta­fó­ri­ca­men­te, esta estruc­tu­ra y lle­va a su com­pa­ñe­ro a la con­ju­ga­ción de la líbi­do con los ele­men­tos, a la “pura fos­fo­res­cen­cia de las cosas por sí mis­mas”. Robin­son ama a su isla como a una madre, al refu­giar­se en una gru­ta que lo envuel­ve y lo pro­te­ge; como a una mujer, al derra­mar su semen sobre la tie­rra y ver cre­cer laman­drá­go­ra mito­ló­gi­ca, hija suya y de la isla. Vier­nes lo lle­va­rá hacia el hom­bre nue­vo, el Robin­son solar que se con­vier­te en la con­cien­cia de la isla, y al mis­mo tiem­po en la con­cien­cia que la isla tie­ne de sí y por lo tan­to en la isla mis­ma. A tal gra­do des­apa­re­ce la estruc­tu­ra que Vier­nes no repre­sen­ta ya al otro, sino a una espe­cie de cóm­pli­ce de la aven­tu­ra induc­ti­va. Cuan­do lle­ga al bar­co sal­va­dor, Robin­son no que­rrá par­tir y aquí se apar­ta de todos los otros, cuya úni­ca espe­ran­za es el res­ca­te. El tiem­po en la isla no es ya un inter­me­dio de apren­di­za­je y for­ta­le­za, sino un des­tino en sí mis­mo.

La nove­la de Coetzee lle­va por títu­lo Foe, el nom­bre del autor y no del pro­ta­go­nis­ta; qui­zá por­que aquí Robin­son es alea­to­rio, deja su lugar a una­voz feme­ni­na, Susan Bar­ton, un per­so­na­je en bus­ca de autor. Susan nau­fra­gó en la mis­ma isla que Robin­son y ahí habi­tó duran­te algu­nos meses. Su rela­ción con él y con Vier­nes es ambi­gua, amis­to­sa y dis­tan­te. Res­ca­ta­da con ellos, Robin­son mue­re en la tra­ve­sía de regre­so a Lon­dres y ahí Susan se dedi­ca a bus­car al famo­so escri­tor Foe para que cuen­te su his­to­ria. Noso­tros sabe­mos que no lo logra, pues­to que, en retros­pec­ti­va, Defoe escri­be la his­to­ria de Cru­soe sin otor­gar­le vida a Susan. La rela­ción más intere­san­te del libro se esta­ble­ce entre Susan y Vier­nes, escla­vo a quien le arran­ca­ron la len­gua. Refle­xión sobre el len­gua­je, la escla­vi­tud y la libe­ra­ción, el náu­fra­go ori­gi­nal adquie­re dimen­sio­nes dis­tin­tas, Robin­son se eclip­sa pron­to y deja su lugar a per­so­na­jes más com­ple­jos.

Si que­re­mos sin­te­ti­zar, el Robin­son de Defoe, para­dig­ma del euro­peo cris­tiano, evo­lu­cio­na al cien­tí­fi­co de Ver­ne, a los bár­ba­ros de Gol­ding, al ilu­mi­na­do de Tour­nier y…¿quién es el Robin­son de Coetzee? Un vie­jo mal­hu­mo­ra­do que mue­re pron­to y aban­do­na el esce­na­rio a favor de la pro­ta­go­nis­ta Bar­ton.

Fal­ta un Robin­son: Lau­ra Res­tre­po dedi­có sus años de exi­lio en Méxi­co a inves­ti­gar esta his­to­ria, y de dicha inves­ti­ga­ción nació La Isla de la Pasión. iii No es la pri­me­ra ver­sión: ya el gene­ral Fran­cis­co Urqui­zo, autor de nove­las de la revo­lu­ción, mili­tar y polí­ti­co, se había deja­do sedu­cir por la tra­ge­dia del capi­tán Arnaud y había publi­ca­do su his­to­ria en un libro del mis­mo nom­bre. Hace unos cuan­tos años, Ricar­do Oroz­co, his­to­ria­dor espe­cia­li­za­do en el por­fi­ria­to, la reto­mó en Clip­per­ton. Pero los enfo­ques son dis­tin­tos: Urqui­zo es un mili­tar lite­ra­to y el énfa­sis de su libro apun­ta al heroís­mo de un cole­ga, al deber de un sol­da­do que se impo­ne a cual­quier otra con­si­de­ra­ción; en Oroz­co hay un empe­ño por des­per­tar el interés­na­cio­nal en ese minúscu­lo terri­to­rio per­di­do, y qui­zá (a ries­go de sobre­in­ter­pre­tar) en crear con­cien­cia del valor de las accio­nes del indi­vi­duo fren­te a las inep­ti­tu­des del sis­te­ma. ¿Cuál es la pos­tu­ra de Res­tre­po? Nin­gu­na de las tres ver­sio­nes se apar­ta de la estric­ta reali­dad; pode­mos cote­jar fechas, hechos, nom­bres. En nin­gu­na se deme­ri­ta el valor de Arnaud, el ofi­cial envia­do a res­guar­dar ese ínfi­mo tro­zo de Méxi­co, aban­do­na­do ahí por indi­fe­ren­cia y los ava­ta­res de la Revo­lu­ción, pero la mira­da de Res­tre­po se diri­ge con más deta­lle a la vida de su mujer, Ali­cia, a sus esfuer­zos por hacer de ese lugar inhós­pi­to uno más aco­ge­dor, por edu­car a los niños, por encon­trar belle­za en sus caren­cias. Es la ver­sión del dra­ma a tra­vés de los ojos de una mujer que cayó en él por desig­nios aje­nos y fue capaz, no sólo de sobre­lle­var­lo, sino de sobre­vi­vir don­de nin­guno de los hom­bres pudo. Es un tema de doble inte­rés, la his­to­ria en sí, y la figu­ra del náu­fra­go vis­ta des­de la pers­pec­ti­va feme­ni­na. El esce­na­rio es más hos­til que todos los otros: no hay aquí las pla­yas de are­na blan­ca, los arro­yos, los fru­tos tro­pi­ca­les. Ni mucho menos un Vier­nes.

Un islo­te per­di­do en el océano Pací­fi­co, tan ale­ja­do de las rutas de nave­ga­ción que los buques pasan sin avis­tar­lo. Isla fan­tas­ma, espe­jis­mo que apa­re­ce en los mapas para des­apa­re­cer des­pués, se dupli­ca, se esfu­ma entre las olas tur­bu­len­tas que la azo­tan. Refu­gio de pira­tas ingle­ses, obje­to de la codi­cia de empe­ra­do­res y el olvi­do de sus pro­pie­ta­rios, se dis­tin­gue ape­nas en el cata­le­jo de los pocos que se apro­xi­man a ella como la vela de un bar­co aban­do­na­do por sus tri­pu­lan­tes. El Holan­dés Erran­te, el buque fan­tas­ma de todas las fan­ta­sías marineras…o qui­zá ves­ti­gios de un vol­cán extin­gui­do por los siglos y las aguas. Seis kiló­me­tros de lar­go por dos en su par­te más ancha, una lagu­na azu­fro­sa en el cen­tro, dos o tres pal­me­ras y par­va­das de pája­ros que la sepul­tan en guano. En épo­ca de tor­men­tas, los hura­ca­nes barren las esca­sas fran­jas de tie­rra entre la lagu­na y el mar; nada cre­ce en ese sue­lo de coral inva­di­do por millo­nes de peque­ños crus­tá­ceos, ali­men­to de pája­ros bobos y gavio­tas. Lla­ma­do Méda­nos, dada su esca­sa altu­ra sobre el nivel del mar; Clip­per­ton, en honor al pira­ta que se refu­gió en ella en el siglo XVIII; Isla de la Pasión, nom­bre que le dio el capi­tán fran­cés del Décou­ver­te en un vier­nes san­to de 1711, el islo­te nave­gó a la deri­va en los mapas de la his­to­ria has­ta 1898, cuan­do un per­so­na­je de ges­ta heroi­ca, fogo­ne­ro del buque el Demó­cra­ta, desa­fió el olea­je y los tibu­ro­nes para lle­var la ban­de­ra mexi­ca­na has­ta sus pla­yas.

A ese lugar fue envia­do el joven capi­tán Arnaud con su espo­sa Ali­cia y un peque­ño gru­po de sol­da­dos y sus fami­lias, con la pro­me­sa de que serían avi­tua­lla­dos cada cier­to tiem­po por bar­cos mexi­ca­nos. Pero el olvi­do, y más tar­de el caos revo­lu­cio­na­rio, des­aten­die­ron la pro­me­sa. Hura­ca­nes, escor­bu­to, con­flic­tos; final­men­te la muer­te de Arnaud y su lugar­te­nien­te tra­tan­do de alcan­zar un buque avis­ta­do en el hori­zon­te. Y la figu­ra de la mujer, la Robin­son feme­ni­na, impen­sa­ble en otros tiem­pos, que se eri­ge en líder, que lucha e inclu­so mata para pre­ser­var­se, y pre­ser­var a los suyos, has­ta que apa­re­ce un buque de ban­de­ra nor­te­ame­ri­ca­na. Y aquí Res­tre­po ima­gi­na una esce­na espe­cial: antes de abor­dar el bar­co que ha de res­ca­tar­la, Ali­cia pide una hora para bañar­se, poner­se el úni­co ves­ti­do que con­ser­va y ador­nar­se con las per­las y los bri­llan­tes tan­to tiem­po aban­do­na­dos. El ins­tin­to feme­nino le dic­ta los pasos para pre­sen­tar un aspec­to digno ante sus sal­va­do­res. Es la com­pli­ci­dad personaje/autor, la pau­la­ti­na sim­bio­sis que se da a lo lar­go de la cons­truc­ción de una pro­ta­go­nis­ta; nin­guno de los otros Robin­so­nes pare­ció preo­cu­par­se por seme­jan­te asun­to.

Este bre­ve reco­rri­do por el mapa lite­ra­rio de la mano del míti­co náu­fra­go deja algu­nas refle­xio­nes: el hom­bre del Siglo XVIII res­pon­de al con­cep­to del cris­tiano a quien el mun­do le fue entre­ga­do en pro­pie­dad –cosas, ani­ma­les y here­jes inclui­dos. El inge­nie­ro de fines del XIX no des­co­no­ce del todo al más allá, pero hay algo, gran­dio­so, que lo ase­me­ja a los dio­ses: su capa­ci­dad de inven­ti­va y su habi­li­dad para apli­car lo que cono­ce. Los jóve­nes de Gol­ding apa­re­cen en 1954; su crea­dor, y el mun­do, han atra­ve­sa­do dos gue­rras y su con­fian­za en lo sobre­na­tu­ral y en la cien­cia ha sufri­do por con­se­cuen­cia. Por­que dios per­mi­te las peo­res cruel­da­des, y la cien­cia le ayu­da con recur­sos inven­ta­dos por el hom­bre…

El náu­fra­go de Tour­nier está muy lejos de domes­ti­car sal­va­jes; más bien les con­ce­de una sabi­du­ría de la que él care­ce, y los sigue a tra­vés de umbra­les que el mun­do ha olvi­da­do. Las pro­ta­go­nis­tas inau­gu­ran una nue­va pers­pec­ti­va: la de Coetzee ima­gi­na a un Vier­nes libre y a un autor que la toma en cuen­ta. Y la de Res­tre­po sobre­vi­ve a todas las tra­ge­dias, y a todos los hom­bres, para hacer un últi­mo esfuer­zo y pre­sen­tar­le al mun­do su mejor cara.

Ceci­lia Urbi­na
Casa del Tiem­po, UAM
No. 93/94, Nov. 2006

Fuen­tes, Car­los, Geo­gra­fía de la nove­la, Fon­do de Cul­tu­ra Eco­nó­mi­ca, Méxi­co, 1993, p.31

Tour­nier, Michel, Le Vent Para­clet, Galli­mard, Paris, 1977, p. 221

Res­tre­po, Lau­ra, La Isla de la Pasión, Alfa­gua­ra, Méxi­co, 1989.