escritora, periodista y crítica literaria

Las olas de Virginia Woolf

El mensaje de los sentidos

Los sis­te­mas de comu­ni­ca­ción que el hom­bre ha emplea­do a tra­vés del tiem­po han segui­do el camino de su his­to­ria y evo­lu­ción. Des­de la des­nu­dez del muro caver­na­rio has­ta el elec­tró­ni­co lla­ma­do inter­es­pa­cial, la voz huma­na se mul­ti­pli­ca en sím­bo­los con un fin común: hacer­se oír en el tiem­po y el espa­cio, tras­cen­der la inme­dia­tez del suce­so y per­pe­tuar la idea. La urgen­cia inven­ta medios, y éstos a su vez, inau­gu­ran intui­cio­nes de lo posi­ble.

“En, o alre­de­dor de diciem­bre de 1910, la natu­ra­le­za huma­na cam­bió.” Cuan­do Vir­gi­nia Woolf pro­nun­ció esta fra­se en Cam­brid­ge (1924) en una con­fe­ren­cia lite­ra­ria, no esta­ba eli­gien­do una fecha al azar. Diciem­bre de 1910 corres­pon­de a la pri­me­ra expo­si­ción de pin­tu­ra post­im­pre­sio­nis­ta en Lon­dres, orga­ni­za­da por sus ami­gos Roger Fry y Des­mond Mac­Carthy. Cézan­ne, Van Gogh, Matis­se y Picas­so pro­cla­ma­ban la muer­te del Impre­sio­nis­mo, y posi­ble­men­te la de su con­tra­par­ti­da lite­ra­ria, el Natu­ra­lis­mo. V. Woolf alu­día en su plá­ti­ca a una trans­for­ma­ción de orden pic­tó­ri­co, tal vez por­que el impac­to visual paten­ti­za los cam­bios de for­ma evi­den­te.

La corre­la­ción entre las dis­tin­tas for­mas del arte adquie­re en el siglo XX nue­vas deter­mi­nan­tes. La tec­no­lo­gía ha teni­do una gran influen­cia en el desa­rro­llo de las artes visua­les y audi­ti­vas, cuya con­cep­ción y repro­duc­ción pos­te­rior impli­can depen­den­cia de ins­tru­men­tos defi­ni­dos, sus­cep­ti­bles de evo­lu­cio­nar y pro­du­cir nue­vos resul­ta­dos. Si la pin­tu­ra par­te de la inter­pre­ta­ción inte­rior del obje­to externo a la pro­pues­ta psí­qui­ca u oní­ri­ca, al jue­go inte­lec­tual de la for­ma y a la abs­trac­ción pura, sigue suje­ta a ele­men­tos dados de luz, color y for­ma. El dise­ño del espa­cio y movi­mien­to, reales o sub­je­ti­vos, se con­den­sa en el equi­li­brio de cier­tos pará­me­tros cono­ci­dos; más allá de éstos, las artes visua­les acce­den al terreno com­ple­jo de la mani­pu­la­ción mecá­ni­ca, quí­mi­ca y elec­tró­ni­ca de la ima­gen, y con ella al mun­do de la reali­dad inven­ta­da, inde­pen­dien­te de los prin­ci­pios tra­di­cio­na­les, don­de la fas­ci­na­ción del medio pue­de tras­cen­der la impor­tan­cia del con­tex­to.

El men­sa­je escri­to, la lite­ra­tu­ra, con­ser­va su auto­no­mía del ins­tru­men­to tec­no­ló­gi­co. La trans­mi­sión de con­cep­tos, atmós­fe­ras, emo­cio­nes a tra­vés de una sim­bo­lo­gía se man­tie­ne esta­ble, aun­que el medio uti­li­za­do, sea éste mecá­ni­co o elec­tró­ni­co, faci­li­te el pro­ce­so rea­li­za­do y repro­duc­tor: la mani­pu­la­ción tec­no­ló­gi­ca del sím­bo­lo no está dise­ña­da para alte­rar los pará­me­tros de con­tex­to-resul­ta­do.

Al men­cio­nar a Vir­gi­nia Woolf y a James Joy­ce como repre­sen­tan­tes de un cam­bio pro­fun­do, la corrien­te inti­mis­ta o de la con­cien­cia, se habla de una nue­va visión lite­ra­ria del ser humano y de una nue­va estruc­tu­ra de la nove­la. “… La men­te reci­be impre­sio­nes sin fin —tri­via­les, fan­tás­ti­cas, eva­nes­cen­tes o gra­ba­das con la agu­de­za del ace­ro. De todos lados lle­gan, un chu­bas­co ince­san­te de innu­me­ra­bles áto­mos, y al caer, se con­for­man en la vida del lunes o el mar­tes …” (La nove­la moder­na, V. Woolf.). El escri­tor pro­fun­di­za en los nive­les de trans­mi­sión; al mis­mo tiem­po, ins­tau­ra un orde­na­mien­to for­mal para limi­tar el caó­ti­co pro­ce­so interno de la men­te.

Corrien­te de la con­cien­cia no impli­ca una fide­li­dad al pen­sa­mien­to en sí, o a lo que con­ven­cio­nal­men­te inter­pre­ta­mos como tal. Antes de acce­der a un pro­ce­so de racio­na­li­za­ción, la men­te reci­be esos“innumerables áto­mos” en un impac­to sen­so­rial, que más tar­de, y a tra­vés del sím­bo­lo de la pala­bra, tra­du­ci­rá en con­cep­tos abs­trac­tos. La impor­tan­cia de este cam­po sen­so­rial de per­cep­ción pri­ma­ria como guía se tra­du­ce en el para­le­lis­mo entre la defi­ni­ción del yo interno y del otro externo que con­for­ma el intrin­ca­do teji­do de los per­so­na­jes de Las olas.

“Por lo que toca a mi pró­xi­mo libro, voy a abs­te­ner­me de escri­bir­lo has­ta que esté lis­to den­tro de mí; que haya adqui­ri­do sufi­cien­te peso en mi men­te, como una pera madu­ra; col­gan­te, grá­vi­da, pidien­do ser cor­ta­da antes de caer”. Vir­gi­nia Woolf.

La visión de una nove­la como “pera madu­ra, grá­vi­da, col­gan­te” habla de un uni­ver­so de sen­sa­cio­nes y pre­sen­cia físi­ca, de la vida pro­pia de los fenó­me­nos y los obje­tos, para­le­lo al otro, el meta­fí­si­co e inte­lec­tual, en una inter­ac­ción de las per­cep­cio­nes cor­po­ra­les con la fan­ta­sía, la apti­tud visio­na­ria y la reali­dad obje­ti­va.

Esta ima­gen, tan sen­sual­men­te glo­ba­li­za­do­ra, bien pue­de ser adju­di­ca­da a Las olas por su peso, por la inevi­ta­bi­li­dad en el caer del tiem­po interno que pare­ce pro­ve­nir de una per­cep­ción vis­ce­ral de la auto­ra; simul­tá­nea­men­te, por la estruc­tu­ra en con­so­nan­cia con su nom­bre; “Estoy escri­bien­do Las olas de acuer­do a un rit­mo, y no a un argu­men­to”. (V. Woolf, Dia­rio).

Es decir, la nove­la se ins­pi­ra en sen­sa­cio­nes (rit­mo) y no en el razo­na­mien­to. La razón sugie­re fron­te­ras dis­tin­ti­vas entre reali­dad y fan­ta­sía, un des­lin­de estric­to de los indi­vi­duos y de los actos. La sen­sa­ción se ins­cri­be en el cam­po de los sen­ti­dos, de las impre­sio­nes.

“Somos los des­cu­bri­do­res de una tie­rra nue­va”, dice Ber­nard al prin­ci­pio de la nove­la. Y de la mano de Vir­gi­nia Woolf, de las varias Vir­gi­nias Woolf que habi­tan sus per­so­na­jes, nos aden­tra­mos en esa tie­rra nue­va, ese terri­to­rio secre­to, el mun­do sub­te­rrá­neo de la ima­gi­na­ción exar­cer­ba­da por los sen­ti­dos.

Seis niños, seis estu­dian­tes, seis adul­tos tra­du­cen el uni­ver­so reco­di­fi­ca­do en luz, en soni­do, en tex­tu­ras. Leves ten­tácu­los sen­so­ria­les nos rozan, dejan hue­llas de polen en la men­te. Corrien­te de la con­cien­cia, río umbro­so ilu­mi­na­do por des­te­llos súbi­tos: un ras­go psi­co­ló­gi­co, la dis­po­si­ción para el amor o la sole­dad, una con­fe­sión invo­lun­ta­ria arran­ca­da al sub­mun­do del incons­cien­te. Cada uno de los acto­res habla, se habla a sí mis­mo, y hablan­do se trai­cio­na, se esbo­za y nos deja el hilo para guiar­nos por el labe­rin­to. En una red com­pac­ta tejen sus vidas y las pro­yec­tan entre­la­za­das sobre la pan­ta­lla lite­ra­ria. Áto­mos de emo­ción, de agu­de­za, de amar­gu­ra o de gozo nos hacen flo­tar sobre la corrien­te, nos sumer­gen o ele­van con ellos y con el mar, tes­ti­go atem­po­ral escla­vo de la luz que lo trans­for­ma en noche o día.

No hay acción más que la refle­ja­da en la voz de los per­so­na­jes, y aún ésta es ape­nas una ren­di­ja que per­mi­te intuir el paso del tiem­po y los suce­sos que lo divi­den en sec­cio­nes de pasa­do. Las olas es un libro de voces. Oímos la de cada per­so­na­je, vacian­do la ver­sión de sí mis­mo, de los demás y de la inter­ac­ción entre todos, e iden­ti­fi­ca­mos ras­gos dis­tin­ti­vos. Los diá­lo­gos por­tan una eti­que­ta: dice, o dijo, es el ver­bo intro­duc­to­rio. Sin embar­go, si con­vir­tié­ra­mos la obra en una repre­sen­ta­ción viva den­tro de un recin­to a oscu­ras, todas las voces serían la mis­ma, en tono y nivel de trans­mi­sión. Úni­ca­men­te la dis­tan­cia sen­so­rial, la par­ti­cu­lar capa­ci­dad per­cep­ti­va de cada quien expre­sa­da en sus pala­bras, nos per­mi­ti­ría reco­no­cer a los acto­res. Este mala­ba­ris­mo de cons­truc­ción lite­ra­ria impli­ca una com­ple­ji­dad de dise­ño que sólo la tec­no­lo­gía logra en el cam­po de las artes visua­les.

Con fra­ses cor­tas se pre­sen­ta cada per­so­na­je, niños en su infan­cia cam­pi­ra­na, toda­vía per­di­dos en la “cera vir­gen” y ape­nas ensa­yan­do titu­bean­tes códi­gos de iden­ti­fi­ca­ción indi­vi­dual: “Veo un ani­llo”, dijo Ber­nard, “Veo una fran­ja de luz ama­ri­lla”, dijo Susan, “Oigo un rui­do”, dijo Rho­da, “Veo una bor­la púr­pu­ra”, dijo Jinny, “Oigo algo que patea”, dijo Louis, “La pata de una gran bes­tia enca­de­na­da. Patea, patea patea” vibran­do en sus oídos, esa bes­tia mís­ti­ca, como vibra su pro­pio acen­to aus­tra­liano entre los bri­tá­ni­cos de los otros, y lo aís­la, lo inti­mi­da has­ta con­ver­tir­lo en “raí­ces que pene­tran a las pro­fun­di­da­des de la tie­rra”.

Las olas está escri­ta en pri­me­ra per­so­na; el yo indi­vi­dual de cada uno de los per­so­na­jes apa­re­ce alter­na­ti­va­men­te Yo veo, oigo, sien­to: yo obser­vo, inter­pre­to y me defino. Mi defi­ni­ción se encuen­tra en la fron­te­ra de los fenó­me­nos: luz, soni­do, peso, leve­dad, olor. Lo frío, lo áspe­ro, lo bri­llan­te, lo oscu­ro me con­fron­tan con su exis­ten­cia y deli­mi­tan la mía, me des­pier­tan al tes­ti­mo­nio de mis sen­ti­dos y cons­tru­yen la reali­dad del yo com­pa­ra­ti­vo. La luz dibu­ja las for­mas del mar, y éste a su vez la atra­pa, la frag­men­ta, y la devuel­ve mul­ti­pli­ca­da al infi­ni­to. Toda­vía no suce­de la inter­ac­ción “noso­tros”: el mun­do pri­mi­ge­nio del yo bal­bu­cean­te, des­per­tan­do ape­nas a la pre­sen­cia aje­na y ensa­yan­do cami­nos que con­ver­gen o se dis­tan­cian, en cuyas inter­sec­cio­nes se da la ilu­mi­na­ción del otro.

Sin embar­go, se encuen­tran ya pre­mi­sas; cada uno ins­tru­men­ta su son­deo con un sen­ti­do codi­fi­ca­dor. Para Ber­nard, cada acto, cada refle­jo nece­si­ta del len­gua­je para vol­ver­se cor­pó­reo. Ber­nard cuen­ta his­to­rias; su ima­gi­na­ción se nutre de pala­bras, y éstas de visio­nes tác­ti­les. Repro­du­ce pan­ta­nos, la hume­dad de las sel­vas, un ele­fan­te que ago­ni­za devo­ra­do por lar­vas. Louis y Rho­da, los teme­ro­sos del otro y de la inva­sión de la reali­dad, per­ci­ben el mun­do como un fenó­meno inver­ti­do; antes de defi­nir la luz, inter­pre­tan el soni­do pos­te­rior, cual un códi­ce que requi­rie­ra de una tra­duc­ción tar­día para cla­ri­fi­car su con­te­ni­do. La bes­tia patea, reme­mo­ran­do tam­bo­res tri­ba­les y ame­na­zas oscu­ras para el mar­gi­na­do por su acen­to forá­neo, su extran­je­ris­mo; Rho­da, en el salón de cla­ses, aban­do­na­da por todos, oye el tic­tac del reloj, “Las mane­ci­llas mar­chan­do como con­vo­yes en el desier­to … el mun­do es ente­ro, y yo estoy fue­ra, llo­ran­do”. Jinny encuen­tra pla­cer en el color y la luz; “ésas son pala­bras ama­ri­llas, pala­bras de fue­go; qui­sie­ra un ves­ti­do de fue­go, un ves­ti­do ama­ri­llo”, y al mis­mo tiem­po en la visión sen­sual de con­tac­to de la tela y del calor. Susan se escon­de en los obje­tos. Las cosas la lla­man al nivel de la natu­ra­le­za, del cés­ped, y de “Las pala­bras blan­cas como gui­ja­rros en la pla­ya”. Y Nevi­lle, rozan­do el mun­do con la piel, sin­tien­do cada pie­dra ““fría en mis pies; sien­do cada una, redon­da o pun­tia­gu­da, sepa­ra­das”…

Ber­nard, Nevi­lle, Louis, Susan, Jinny, Rho­da: ¿des­do­bla­mien­to de otras tan­tas Vir­gi­nias Woolf, trans­crip­ción de temo­res, fobias, sen­sa­cio­nes aban­do­na­das a lo lar­go de los años, envuel­tas en la hume­dad de la tie­rra, el soni­do del tren, el olor del acei­te con que lim­pian las bal­do­sas de la escue­la, y en el mar, cuyo camino del ama­ne­cer al oca­so mar­ca el trans­cur­so de la vida? Como en un libro de bio­lo­gía minu­cio­sa­men­te expli­ca­do, cada uno de los per­so­na­jes se apro­pia de un sen­ti­do pre­pon­de­ran­te, lo hace ins­tru­men­to de comu­ni­ca­ción vital con el uni­ver­so: uni­dos con­for­man otro per­so­na­je glo­ba­li­za­dor, la nove­la, la viven­cia del mun­do cata­lo­ga­do por seis per­cep­cio­nes dife­ren­cia­das den­tro del códi­go sen­so­rial. En un acto de mis­ti­fi­ca­ción, la auto­ra se des­pren­de de sus atri­bu­tos físi­cos y los trans­fie­re a sus acto­res; un tau­ma­tur­go, un Prós­pe­ro fabri­can­do cria­tu­ras como pro­yec­ción de sí mis­mo, cuyos frag­men­tos uni­fi­ca­dos se trans­mu­ta­rían en una ima­gen agi­gan­ta­da del ori­gi­nal.

El escri­tor nece­si­ta recrear el mun­do, reor­de­nar­lo a la medi­da de lo com­pren­si­ble. El uni­ver­so inven­ta­do no es tal vez más que el uni­ver­so idea­li­za­do, o vitu­pe­ra­do, de acuer­do a la per­cep­ción inter­na tra­du­ci­da a una fic­ción reve­la­do­ra. Es nece­sa­rio un idio­ma, un códi­go pri­va­do para inter­pre­tar lo cir­cun­dan­te, un pará­me­tro espe­cí­fi­co que res­pon­da a la ver­sión indi­vi­dual. El uni­ver­so de Las olas es un uni­ver­so des­cri­to en el len­gua­je de los sen­ti­dos. A lo lar­go de la obra, los sím­bo­los son orgá­ni­cos, tác­ti­les, olo­ro­sos. La vida, la muer­te, el amor, el odio o el mie­do tra­du­ci­dos, y pre­sen­tes, en ele­men­tos del mun­do físi­co. La pala­bra no es un mero uten­si­lio abs­trac­to, sino un obje­to sóli­do due­ño de colory volu­men. Los con­cep­tos adquie­ren rever­be­ran­cias para­le­las a ese mar vigi­lan­te que sigue la vida de los per­so­na­jes y con ellos se cubre de luzy de som­bras. Don­de quie­ra que cai­ga nues­tra mira­da, se da la trans­po­si­ción de lo con­cep­tual o emo­ti­vo a lo orgá­ni­co. “No siem­pre sona­re­mos como un gong ante una sen­sa­ción, y lue­go otra”. “Mi espi­na es sua­ve como cera jun­to a la fla­ma de una vela”. “No pue­do sen­tir el vue­lo de la pelo­ta a tra­vés de mi cuer­po, y con­cen­trar­me sólo en ella”. “Reco­gen las fra­ses cuan­do bur­bu­jean. Y enton­ces sen­ti­mos a Per­ci­val, pesa­da­men­te, entre noso­tros”. Per­ci­val: “remo­to de todo, en un uni­ver­so pagano… Miren: se lle­va la mano a la nuca. Por un ges­to tal se ena­mo­ra uno deses­pe­ra­da­men­te y de por vida”. Per­ci­val, el de “la mag­ni­fi­cen­cia de un coman­dan­te medie­val”. Un per­so­na­je sin voz, refle­ja­do en las voces y la ilu­sión de todos. Per­ci­val es real, ¿o la pro­yec­ción de las aspi­ra­cio­nes últi­mas de cada uno, del otro, de lo per­fec­to, de lo que que­re­mos y no pode­mos ser? ¿Aque­llo que esca­pa a la reali­dad por­que encar­na la total inte­gra­ción físi­ca, la belle­za, la expec­ta­ti­va irrea­li­za­da, y por lo tan­to incó­lu­me, del amor? Susan ama a Per­ci­val, Nevi­lle ama a Per­ci­val, Rho­da, Louis, Jinny, Ber­nard lo aman como al héroe, al sol, con quien lo com­pa­ran con­ti­nua­men­te. Per­ci­val “ins­pi­ra a los poe­tas”. Y Per­ci­val ama a Susan, a la madre tie­rra, ancla­da en su natu­ra­le­za domés­ti­ca. El más eté­reo, el espe­jo de los demás, es sin embar­go la mis­ti­fi­ca­ción­de lo físi­co: “no hay un hilo, una hoja de papel que se inter­pon­ga entre él y el sol, entre él y la llu­via, entre él y la luna, cuan­do yace des­nu­do, aca­lo­ra­do, en su cama”. Per­ci­val pro­yec­ta una inten­si­dad­tal de vida que en su pre­sen­cia “las cosas pier­den su uso habi­tual; este cuchi­llo es un des­te­llo de luz, no un ins­tru­men­to para cor­tar.

Se reúnen todos para des­pe­dir al ami­go, “como bajo el ala gris de un enor­me gan­so”, dice Ber­nard: “Veo a Louis, cava­do en roca, escultural;Neville, exac­to y cor­tan­te como tije­ra; Susan, con ojos como tro­zos de cris­tal; Jinny dan­zan­do como una fla­ma, febril, calien­te, sobre la tie­rra seca; y Rho­da, la nin­fa de la fuen­te siem­pre húme­da”.

Los ama­dos de los dio­ses mue­ren jóve­nes, como mue­ren las ilu­sio­nes no rea­li­za­das. Per­ci­val mue­re en la India, de una caí­da de caba­llo. Mue­re en la leja­nía, como se esfu­man los sue­ños. No hay fune­ral, no hay due­lo; sólo el dolor pri­va­do de cada uno. Con Per­ci­val mue­re la juven­tud de todos. A par­tir de Per­ci­val, es pre­ci­so madu­rar; ya no está él ahí para hacer posi­ble la per­fec­ción, y si lo per­fec­to mue­re, hay que enten­der la vida como es.

El sol ha lle­ga­do al zenith, la luz ele­va los obje­tos a su máxi­ma inten­si­dad, y las olas “se reti­ra­ban y caían otra vez, con un gol­pe seco como el de una gran bes­tia patean­do”. Como las rocas cuyas aris­tas bri­llan agu­das, cada uno se adhie­re irre­vo­ca­ble­men­te a sus carac­te­rís­ti­cas indi­vi­dua­les, la sen­si­bi­li­dad exa­cer­ba­da, la sim­bo­lo­gía más pro­fun­da. “Soy como una vas­ta boca chu­pa­do­ra, pega­jo­sa, adhe­si­va, insa­cia­ble”. “Me he hun­di­do en la marea y he mano­sea­do algún hue­so anti­guo”. “Mi cuer­po ha sido usa­do dia­ria­men­te, ade­cua­da­men­te, como elins­tru­men­to de un tra­ba­ja­dor”. Mien­tras, “Per­ci­val flo­re­cía de hojas ver­des y fue depo­si­ta­do en la tie­rra con todas sus ramas aún sus­pi­ran­do en el vien­to vera­nie­go”. Y Ber­nard está “envuel­to en fra­ses, como paja húme­da; bri­llo, fos­fo­res­cen­te”.

A tra­vés del idio­ma sen­so­rial, de la encar­na­ción de lo abs­trac­to, V. Wool­fle ha dado un enor­me peso a la vida huma­na, la ha inte­gra­do a la natu­ra­le­za de los fenó­me­nos físi­cos has­ta hacer indis­tin­tos la una de los otros, en la recrea­ción de un “halo lumi­no­so, una envol­tu­ra semi­trans­pa­ren­te que nos rodea des­de el prin­ci­pio de la con­cien­cia has­ta el fin”. La magia de la tec­no­lo­gía no es indis­pen­sa­ble para inven­tar un uni­ver­so nue­vo; es sufi­cien­te con lla­mar un nue­vo orden, una nue­va ima­gen de la rela­ción hom­bre-natu­ra­le­za, de la inter­ac­ción de los sen­ti­dos en la tra­ma coti­dia­na, y ver­tir­los en la escri­tu­ra.

El mago deja caer la cor­ti­na. “Aho­ra, para hacer­los enten­der, para dar­les mi vida, debo con­tar­le una his­to­ria –y hay tan­tas, tan­tas – his­to­rias de infan­cia, his­to­rias de la escue­la, de amor, matri­mo­nio, muer­te; y nin­gu­na es cier­ta.” ¿Hemos asis­ti­do a una repre­sen­ta­ción fic­ti­cia, los acto­res son sólo eso, hemos sido víc­ti­mas de una fan­ta­sía? El mar reti­rán­do­se en la noche, el soni­do apa­ga­do de los pája­ros, el bri­llo ful­gu­ran­te de las pala­bras; “… ¿Qué enemi­go per­ci­bi­mos aho­ra avan­zan­do hacia noso­tros…? Es la muer­te. La muer­te es el enemi­go. Es con­tra la muer­te que cabal­go, con mi lan­za lis­ta y el pelo flo­tan­do como el de un joven, como el de Per­ci­val, cuan­do galo­pa­ba en la India. Pico espue­las. Con­tra ti me lan­za­ré, incon­quis­ta­do e inven­ci­ble, o Muer­te!” Ber­nard se yer­gue, solo, habien­do deja­do atrás a los otros; o es Vir­gi­nia Woolf, des­po­ja­da al fin de los frag­men­tos, en una per­cep­ción total del artis­ta y la crea­ti­vi­dad.