Los elementos románticos en la obra de Alvaro Mutis Maqroll el Gaviero, soñador de espejismos
Analizar la obra de un escritor de acuerdo a una corriente literaria específica es una pretensión ardua. Los términos romántico, realista, naturalista, ¿serán válidos aún en este tiempo cuando, como dice Carlos Fuentes, no hay textos huérfanos? Solemos encontrar ecos, un déjà lu que no invalida el encanto de lo nuevo. Porque el buen escritor escucha también esos ecos, confundidos en el ir y venir de su recuerdo y su imaginación, los transmuta y los convierte en algo propio. Por otro lado, es cada vez más difícil adjudicar etiquetas convencionales a un estilo, incluirlo en el archivo académico con un nombre dado. Los géneros ya no se instalan en una u otra de las innumerables orillas que encauzan los ríos literarios; transgreden los límites definitorios, se mezclan y se entrecruzan en una transtextualización constante. Esas etiquetas, que tan prolijamente catalogan las obras a lo largo de la historia de la literatura, que de alguna manera permiten al estudioso cortar el tiempo en rebanadas cronológicas y colocar en ellas a los creadores, porque capturaron las nuevas tendencias o las impulsaron, ya no resultan tan nítidas. Romántico implica un movimiento estético, ideológico e incluso social, con su lugar en el tiempo y la historia, y también un estilo, una visión que ha perdurado.
El romanticismo coloca al individuo en el centro del universo y por lo tanto del arte; lo aísla de sus coordenadas de patria y sociedad, lo convierte en un extranjero que se refugia en el sentimiento y en el pasado y niega las pragmáticas exigencias del aquí y ahora. Hazlitt define la belleza romántica de un edificio gótico o de una ruina como proveniente de la asociación de ideas que la imaginación nos obliga a conjurar; William Blake hereda a los románticos su condena a los “oscuros molinos satánicos” de la Revolución Industrial y preconiza la ruta de esa misma imaginación: “…la imaginación es energía creando forma, la energía es la única vida…no quiero razonar ni comparar, lo mío es crear”.1 Imaginación y fuga al pasado; ecos del buen salvaje en el utópico retorno a lo primitivo; amor a la naturaleza. “Toda la exuberancia, la anarquía y la violencia del arte moderno, su lirismo ebrio y balbuciente, su exhibicionismo desenfrenado y desconsiderado proceden del Romanticismo”,2 dice Arnold Hauser. El romanticismo del siglo XIX retorna a la Edad Media en búsqueda de un idealismo extraviado en los laberintos de la razón y la técnica, y ahí encuentra figuras míticas que incorpora a su propio tiempo. El héroe romántico, como el medieval ‑Tristán, Lancelot- es un hombre misterioso, de origen incierto, sin parámetros que lo anclen en un contexto familiar. Cuando lo encontramos, arrastra la cauda de un pasado oculto tras un velo que no descorre jamás.
En Los esteros, Mutis describe a Maqroll: “Todas las historias e infundios sobre su pasado, acumulados hasta formar otro ser, siempre presente y, desde luego, más entrañable que su propia, pálida y vana existencia hecha de náuseas y de sueños”. La historia de Maqroll se desarrolla en un escenario construido con telones fantasiosos y superpuestos frente a los cuales sucede una anécdota circunstancial, cada volumen un capítulo de la épica. Es un tiempo circular en el que Maqroll se vuelve legendario; ha recorrido tantos caminos, conocido tanto mundo en un pasado fragmentario ‑del cual sólo tenemos referencias elusivas a aventuras, personajes, amoríos- que resulta imposible capturarlo. Su nombre es de difícil localización idiomática; su origen se deja intuir en la memoria nostálgica avivada por un paisaje, la niebla, las veredas del páramo andino “…cuando era niño y ayudaba a los arrieros que traían la caña para el trapiche de la hacienda”3; sus pasaportes de hombre en las riberas de la ley lo convierten en ciudadano del mundo de manera más que metafórica; todos estos elementos se confabulan para hacer de Maqroll un habitante de las sombras y el misterio. El Maqroll que Mutis nos relata es un ser casi mítico; no basta una vida para levantar la estructura enmarañada de lealtades, traiciones y fracasos que el Gaviero arrastra en cada etapa de su existencia literaria. Y sin embargo, el Maqroll entrañable, al que nos acercamos en cada una de estas etapas, es un personaje bipolar al que se disputan el pasado heroico y el presente frágil, un nómada eternamente fatigado, un Sísifo en derrota ante la inmensidad de su empeño interminable. Marinero errante, “soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos; de su inutilidad y de su ignota ubicación se nutren mis días”4.
¿En qué sentido es Maqroll un héroe romántico? ¿Es un Percival persiguiendo el espejismo del Santo Grial? Tal vez un poeta de la naturaleza, la madre protectora que lo restituye a la vida después de cada abismo; un irredento obsesionado con el ideal; un Byron en arrogante desafío frente a la sociedad y sus cánones, comprometido con las causas nobles; el marinero ‑ese Ulises dueño del canto de las sirenas y el hechizo de los océanos- como se describe a sí mismo: “Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio…”5; o, como describe Hauser al héroe romántico, “un vagabundo incansable que seguía en su camino la dirección de las altas estrellas, eterno extranjero entre los hombres, que buscaba su felicidad y no la encontraba, amargo misántropo que llevaba su destino con el orgullo de un ángel caído”6. Altas en verdad son las estrellas de Maqroll; un firmamento celeste y humano, poblado por seres especiales. La vida sentimental del Gaviero se entreteje con las más profundas lealtades y los amores más fieles. Abdul Bashur, su alter ego en los vaivenes del fracaso a la esperanza, Ilona la que llega con la lluvia, Flor Estévez de la enredada cabellera, en fin, tantos hombres y mujeres que deciden su destino y para los cuales Maqroll mismo es un destino. Porque las lealtades son infinitas; no hay límites para la generosidad y la entrega de estos seres vinculados por el infortunio. Los amores de Maqroll son intensos y efímeros; hay una fatalidad que anuncia desde el inicio un final trágico. Las mujeres mueren, desaparecen, se pierden en las sombras, o es el camino del mismo Maqroll el que se aparta de ellas al llamado de su condición nómada. Nunca habrá para él un refugio constante; sólo el recuerdo cálido de unas cuantas noches, de un episodio de gozo marcado a priori por el abandono. Un abandono tan involuntario como deliberada fue la entrega por ambas partes; los personajes femeninos de Mutis conforman una raza propia en el panorama de la literatura latinoamericana. Si queremos inscribirlas en el rubro de lo romántico, están más cercanas a las protagonistas de la historia que de la novela; tienen más de George Eliot o George Sand que del arquetipo de la lánguida amada inalcanzable. Ni mártires ni prostitutas, son individuos con dignidad y poder de decisión, se entregan por deseo e ignoran, como los protagonistas masculinos, las ataduras a todo convencionalismo. Y, como los hombres, pagan la libertad con la marginación y el desamparo. Magas, sibilas, como Flor Estevez: “… muchas veces he tenido la certeza de que usted llama a la niebla, usted la espanta, usted teje los líquenes gigantes que cuelgan de los cámbulos y usted rige el curso de las cascadas que parecen brotar del fondo de las rocas…”7, le dice Maqroll. O como Ilona, la madre/amante/aliada/socia. Ilona muere cuando pierde la fuerza de su entusiasmo; la actitud de mujer audaz que construía murallas alrededor de su vida aventurera se derrumba y las derrumba. Inerme, se deja atrapar por una telaraña fantasmagórica para sucumbir en ella.
El romanticismo borra los límites de la muerte para establecer un tráfico intenso con el más allá. Como si el lapso de una vida le quedara corto a las posibilidades de la imaginación, convoca presencias de ultratumba o seres infrahumanos para acompañar los pasos de los hombres. El romántico necesita expander su mundo, tanto geográfico como emocional; quiere dejar su huella en países exóticos, en los territorios del peligro, vestirse con todos los ropajes y derrumbar todas las barreras. Y fantasmas de todo tipo habitan las páginas de Mutis; los eróticos fantasmas de Larissa que hechizan sus noches sexuales, los fantasmas de la historia que acompañan la soledad de Maqroll, los verdes fantasmas de las selvas, los oscuros que habitan los socavones de las minas y arrastran a la locura a los intrusos; sobre todo, se destaca en el horizonte, hierática y translúcida, la figura del barco espectral, el Holandés Errante de la leyenda cuya visión anuncia desgracias a los marineros. Para Mutis, los barcos son instrumentos del destino. Cargueros, veleros antiguos, barcazas, lanchones, su transcurso sobre los mares o los ríos recrea la estructura del vivir y su arribo a puerto anuncia la ruptura con la paz precaria del navegante. “Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos. Confúndete con las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla”8, escribe Maqroll sobre los muros de La nieve del almirante, el tendajón oculto entre las nieblas de la cordillera donde vivió una temporada con su amada Flor Estévez. Abdul Bashur muere en la búsqueda del velero perfecto, su propio Santo Grial, siempre elusivo, eternamente inalcanzable, el que le concedería el reposo a sus días turbulentos; los navíos arrojan a Maqroll a las costas, y ahí pierde su levedad acuática y enraiza en los territorios de la catástrofe. “Niega toda orilla”, dice Maqroll; sin embargo hay una lejana, que intuye. “…caigo en la cuenta, de repente, que a mi lado ha ido desfilando otra vida. Una vida que pasó a mi vera y no lo supe. Allí está, allí sigue, hecha de la suma de todos los momentos en que deseché ese recodo del camino…y así ha ido formando la ciega corriente de otro destino que hubiera sido el mío y que, en cierta forma, sigue siéndolo allá, en esa otra orilla en la que jamás he estado y que corre paralela a mi jornada cotidiana…arrastra todos los sueños, quimeras, proyectos…”9 las orillas paralelas, que el romántico, sujeto a su destino, niega y que persiguen su memoria con las posibilidades de lo que no fue, la ribera de lo que se piensa como la felicidad, quimera que alienta el espejismo, porque no es y por lo tanto no puede traicionarse.
Se da en Mutis una peculiar doble escala para evaluar la moral de sus personajes. Abdul Bashur y Maqroll no reconocen reglas; contrabandistas de armas, de alfombras, en sus momentos más negros pueden regentear ladronzuelos, estafadores o prostitutas. Es una visión romántica del transgresor; el mundo contemporáneo teme la ambigüedad y cataloga a sus héroes y villanos según parámetros políticos que se quieren definidos: la violencia justificada por la pasión liberadora del guerrillero es execrable en los ejércitos del dictador. Sin embargo, esas armas que Maqroll y Bashur transportan en la cala de sus barcos no portan etiqueta. ¿Son instrumento de opresión o apoyo de alguna causa justiciera? No lo sabemos, y aparentemente los contrabandistas no se lo preguntan; operan en un nivel abstracto de normas propias, se alejan de la legalidad de los poderosos y jamás se identifican con ella. La historia del burlador de la ley, el rebelde, cínico e idealista a la vez, justifica la transgresión con el fracaso; el romántico no es nunca un triunfador, porque de alguna forma el éxito resulta equiparable a la obediencia a reglas arbitrarias. El comercio tangencial que se da en el submundo de los aventureros, cuyo único empeño es la supervivencia, no tiene por qué ajustarse a las leyes que los marginan; ésas se hacen y se rompen dentro de la estructura social que los niega. Las suyas obedecen a otro código, personal e indefinible, limítrofe con la anarquía.”…los decretos, principios, reglamentos y preceptos que, sumados, suelen conocerse como la ley, no tenían para Maqroll mayor sentido ni ocupaban instante alguno en su vida”10.
“El Romanticismo es una postura equívoca entre el optimismo y el pesimismo, entre el activismo y el fatalismo, y que puede ser reivindicada por ambas partes”, cito una vez más a Hauser. Este equívoco es tan inherente a Maqroll como congénito es su amor por la aventura. “Las empresas en las que me lanzo tienen el estigma de lo indeterminado, la maldición de una artera mudanza”. Indeterminación relativa; sabemos siempre que lo que Maqroll emprende va a tener un mal fin. En ese sentido no hay suspenso, sino un destino anunciado. Mutis nos lo dice, condena a su héroe una y otra vez, lo conduce al desengaño, a la amargura, al abandono, como si cualquier otro final descalificara su vocación trágica. Los elementos del desastre, llama Mutis a la obra en que presenta a Maqroll. Pero el fatalismo, como dice Hauser, es paralelo al activismo. También una y otra vez, Maqroll ignora las premoniciones y los presagios para lanzarse “a estas decisiones erróneas desde su inicio, estos callejones sin salida”. ¿Qué alquimia singular permite que tan derrotista actitud no nos antagonice, que el Gaviero conserve intacta su estatura de héroe? Es un héroe sin triunfos y sin gloria; ninguna hay en ese errar acongojado “por esta querencia mía hacia una incesante derrota”. Vocación trágica de un Werther o un Heathcliff, un explorador en viaje perpetuo al corazón de la oscuridad, del desencanto, y la presencia constante de la naturaleza. Es hechicera y bruja; seduce con la ciega sensualidad de su esplendor, enreda sus lianas olorosas a barro y esteros al cuello del incauto para asfixiarlo en castigo por su arrogante presunción de conquistarla. El mar, las selvas y la sexualidad primitiva de sus aborígenes, los ríos mansos o turbulentos, el desierto pedregoso de las cumbres donde nada crece más que el aullar del viento, todo se confabula en calidad de profecía indiferente al drama de los individuos. Sin embargo, el hechizo perdura; siempre hay esa otra orilla que llama con voces primarias.
El héroe romántico es un ser sin luz en los perfiles de su pasado; la sociedad presiente al rebelde subversivo, heredero de quién sabe qué secretos. Solitario, se desdobla dificultosamente en unos cuantos seres de su misma raza; no espera perdón, porque nada ha hecho que lo amerite, ni culpa a nadie de sus miserias. A pesar de su existencia sin esperanza no añora otra; lo que ha vivido es lo que le corresponde, la otra orilla se queda allá, en la distancia, con sus espejismos rotos y sus falsas ilusiones. Desafía todos los descalabros, enfrenta la condena de la tierra y la utópica salvación del mar, recoge los fragmentos del delirio y se los echa a cuestas para continuar la búsqueda. De qué, ni nosotros ni él lo sabemos. “Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en donde terminar sus pasos”. Y sin embargo, con palabras de Byron, “el gran objetivo de la vida es sentir, sentir que vivimos, aunque sea a través del dolor”11.