escritora, periodista y crítica literaria

Margaret Drabble: Del telefoto al gran angular

“El hom­bre que escri­be acer­ca de sí mis­mo y su tiem­po es el úni­co que escri­be acer­ca de todos los hom­bres y todos los tiem­pos”. Geor­ge B. Shaw.

Todo escri­tor escri­be acer­ca de sí mis­mo; sus per­so­na­jes hablan con algu­na de sus voces, volun­ta­ria o des­co­no­ci­da. De algu­na for­ma, tam­bién, escri­be de su tiem­po, pues es el úni­co que posee, aun­que lo trans­fie­ra a épo­cas remo­tas. Sin embar­go, no todos arran­can al lec­tor de su tiem­po indi­vi­dual y lo inte­gran a un tiem­po lite­ra­rio que es a la vez social, his­tó­ri­co y uni­ver­sal. Retra­tar la pro­pia épo­ca es fácil en cier­to sen­ti­do, pues no impli­ca inves­ti­ga­cio­nes acer­ca de modos, cos­tum­bres, len­gua­jes, pero pue­de tro­pe­zar con una fal­ta de pers­pec­ti­va para el aná­li­sis más pro­fun­do de los estra­tos sub­ya­cen­tes. Los pano­ra­mas cir­cuns­tan­cia­les son peli­gro­sos; hay nove­las, exce­len­tes en su momen­to, que una mira­da pos­te­rior encuen­tra super­fi­cia­les, loca­lis­tas y a veces inclu­so incom­pren­si­bles. Ese apa­sio­na­do entu­sias­mo por un esti­lo de vida nue­vo, esa crí­ti­ca mor­daz ante cier­tos cáno­nes apa­re­cen pocos años des­pués como una absur­da diser­ta­ción momen­tá­nea, y la nove­la como la cró­ni­ca de la ocio­si­dad. Drab­ble es una escri­to­ra que, al uni­ver­sa­li­zar el tiem­po y el indi­vi­duo, se ins­cri­be en la cita de Shaw.

Los que des­cu­bri­mos a Mar­ga­ret Drab­ble hace años ‑entre los auto­res ingle­ses que enton­ces empe­za­ban a ser cono­ci­dos- hemos que­da­do atra­pa­dos en su obra; la voz joven de los sesen­ta per­te­ne­cía ya a una escri­to­ra bri­llan­te e intui­ti­va, y la voz expe­ri­men­ta­da de los noven­ta ha podi­do con­ser­var la intui­ción pero la ha sus­ten­ta­do en una mayor capa­ci­dad de aná­li­sis del indi­vi­duo en un con­tex­to social y polí­ti­co.

La pri­me­ra nove­la de Drab­ble, Una jau­la en verano, se publi­có en 1963, y 1991 vio la apa­ri­ción de  Las puer­tas de mar­fil, últi­ma par­te de una tri­lo­gía. De nove­la en nove­la, de heroí­na en heroí­na, hemos reco­rri­do tres déca­das de his­to­ria de la mujer actual ‑en la socie­dad, la polí­ti­ca y en los con­flic­tos con sus com­pa­ñe­ros. Mar­ga­ret Drab­ble cre­ce pal­pa­ble­men­te a lo lar­go de su obra; cre­ce como escri­to­ra y como indi­vi­duo, tal vez por­que sus temas son tan con­tem­po­rá­neos, tal vez por­que per­te­ne­ce a una gene­ra­ción que ha vivi­do cam­bios pro­fun­dos, o por­que noso­tros, sus lec­to­res, habi­tan­tes del mis­mo tiem­po y la mis­ma his­to­ria,  esta­mos cons­cien­tes de ellos y son tan nues­tros como suyos. Drab­ble nació en 1939 y publi­có su pri­me­ra nove­la a los vein­ti­trés años. Se podría lla­mar una escri­to­ra pre­coz, en el sen­ti­do de que esa pri­me­ra nove­la no es sólo  pro­me­sa de las pos­te­rio­res, sino ade­más muy com­ple­ta en sí mis­ma y alber­ga muchos de los temas recu­rren­tes en su obra.

Drab­ble narra a las muje­res; sus pro­ta­go­nis­tas hablan con su voz o con la de la auto­ra, pero los con­flic­tos son pro­pios, los suce­sos, las cir­cuns­tan­cias las ata­ñen y las modi­fi­can. Sus com­pa­ñe­ros ‑espo­sos, aman­tes o ami­gos- inci­den en sus vidas, las afec­tan, aun­que no sean la figu­ra prin­ci­pal. Sin embar­go, nun­ca son títe­res al ser­vi­cio de la pri­ma don­na; tie­nen un peso espe­cí­fi­co y sus per­so­na­li­da­des son defi­ni­das, así como su ideo­lo­gía. Hay una ten­den­cia en la crí­ti­ca (mas­cu­li­na) a con­si­de­rar que las nove­las acer­ca de las muje­res y sus con­flic­tos per­te­ne­cen a ese rubro vaga y peyo­ra­ti­va­men­te tacha­do de “lite­ra­tu­ra feme­ni­na”. Es pro­ba­ble que Tols­toi, Flau­bert o Law­ren­ce tuvie­ran algo que obje­tar al res­pec­to. Los indi­vi­duos son úni­cos e irre­pe­ti­bles, no  impor­ta su sexo, y es como tales que se eri­gen en pro­ta­go­nis­tas y en refle­jo de nues­tros pro­pios cues­tio­na­mien­tos. Las muje­res de Drab­ble son tan pro­cli­ves a depen­der de los hom­bres para lograr el equi­li­brio emo­cio­nal como lo son ellos, aun­que en la fan­ta­sía mas­cu­li­na pre­ten­dan lo con­tra­rio; pero no son nun­ca ese pro­to­ti­po deci­mo­nó­ni­co cuya úni­ca meta es con­ver­tir­se en el apén­di­ce agra­de­ci­do de un pro­vee­dor. Las heroí­nas de Drab­ble, estas bri­llan­tes muje­res ‑capa­ces, ana­lí­ti­cas e inte­li­gen­tes- no lo son tan­to al enfren­tar­se a las rela­cio­nes huma­nas y al amor, como tam­po­co lo son sus con­tra­par­ti­das mas­cu­li­nas, suje­tas a las mis­mas inde­ci­sio­nes. En ellas exis­ten los con­flic­tos intem­po­ra­les de comu­ni­ca­ción, afec­to o tras­cen­den­cia, pero tam­bién ‑mucho más evi­den­tes- los de la mujer con­tem­po­rá­nea: la mater­ni­dad como escla­vi­tud o gozo, el matri­mo­nio como ata­du­ra cas­tran­te o com­pa­ñía, la liber­tad sexual como des­en­can­to o gra­ti­fi­ca­ción, la nece­si­dad de inde­pen­den­cia eco­nó­mi­ca como ele­men­to inhe­ren­te a la dig­ni­dad, la fami­lia como una incóg­ni­ta sin resol­ver en el pano­ra­ma del abis­mo gene­ra­cio­nal.

Las dos pri­me­ras nove­las de Drab­ble, Una jau­la de verano y El año de Garrick, son, como decía­mos, un anun­cio de sus temas recu­rren­tes, pero en ver­sión humo­rís­ti­ca. Ya están aquí las estu­dian­tes exi­to­sas, las pro­fe­sio­na­les tra­tan­do deses­pe­ra­da­men­te de inde­pen­di­zar­se de sus fami­lias, los celos y la riva­li­dad ‑entre her­ma­nas, pri­mas, ami­gas de juven­tud- y las madres incom­pren­si­vas o tor­pes. Y el tea­tro y los acto­res ‑esos per­so­na­jes tan que­ri­dos de Drab­ble- que apa­re­cen una y otra vez en sus nove­las, des­cri­tos con iro­nía crí­ti­ca impreg­na­da de afec­to. La pri­me­ra obra es una come­dia intui­ti­va acer­ca de la mujer dema­sia­do her­mo­sa para la vida domés­ti­ca, que se casa por dine­ro sin éxi­to. La segun­da, una sáti­ra diver­ti­da del matri­mo­nio y el adul­te­rio fra­ca­sa­do: Emma, la joven espo­sa sacri­fi­ca­da a la carre­ra de su mari­do actor, enun­cia su ver­sión del matri­mo­nio y la mater­ni­dad: “El matri­mo­nio ya me había roba­do tan­tas cosas que yo sobre­va­lua­ba infan­til­men­te: mi inde­pen­den­cia, mis ingre­sos, mi cin­tu­ra de vein­ti­dós pul­ga­das, mi sue­ño, la mayo­ría de mis amigos.….y otros atri­bu­tos más inde­fi­ni­dos, como las expec­ta­ti­vas y la esperanza”…“pienso a menu­do que la mater­ni­dad, en sus aspec­tos físi­cos, es como el asma o la fie­bre del heno, que reci­ben empa­tía ver­bal pero no una ver­da­de­ra con­si­de­ra­ción, pues­to que no son fata­les, y que a lo lar­go de años de des­gas­te sue­len amar­gar y per­ver­tir el carác­ter más allá de toda espe­ran­za de recu­pe­ra­ción”. Su efí­me­ro affair con el direc­tor tea­tral de su mari­do resul­ta en lo que sue­len resul­tar los reme­dios para el mal equi­vo­ca­do: en nada, pero tam­po­co des­tru­ye ni com­pli­ca su exis­ten­cia más allá  del momen­to. Por­que Emma, esta mujer capaz de des­cri­bir su matri­mo­nio y su mater­ni­dad de for­ma tan sar­cás­ti­ca­men­te obje­ti­va, está en últi­ma ins­tan­cia ena­mo­ra­da de su mari­do, ado­ra a sus hijos, y su ensa­yo en el adul­te­rio no es  más que un diver­ti­men­to para dis­traer la mono­to­nía domés­ti­ca ‑como sue­len ser­lo muchos.

Pie­dra de molino, la siguien­te nove­la, uti­li­za el títu­lo como metá­fo­ra de un emba­ra­zo invo­lun­ta­rio y lle­va­do a tér­mino con­tra todas las expec­ta­ti­vas. El pro­ce­so de la ges­ta­ción en un esta­do de ambi­va­len­cia, rodea­do por una serie de ano­ta­cio­nes de índo­le social que irán exten­dién­do­se por la obra de Drab­ble: qué sig­ni­fi­ca ser pobre, mar­gi­na­do, depen­dien­te de la medi­ci­na ofi­cial. Qué sig­ni­fi­ca inte­grar­se a esa otra esfe­ra huma­na, la mater­ni­dad. El tono cam­bia hacia la intros­pec­ción, el cues­tio­na­mien­to interno y el aná­li­sis social; un len­te minu­cio­so que dise­ca la inti­mi­dad de una mujer soli­ta­ria.

“Fami­lias, yo os odio, hoga­res ence­rra­dos, puer­tas clau­su­ra­das, pose­sio­nes celo­sas de la feli­ci­dad”: Gide anun­cia­ba la deba­cle del mito fami­liar en el siglo vein­te. Drab­ble lo reto­ma con escep­ti­cis­mo, con humor y, en oca­sio­nes, apro­xi­mán­do­se a la tra­ge­dia subli­mi­nal. El entorno de la fami­lia en sus nove­las está  impreg­na­do de gri­su­ra, des­alien­to, lle­ga a veces al aban­dono. Sus heroí­nas arras­tran el peso de la infan­cia o la ado­les­cen­cia, de la actua­ción de madres egoís­tas, inade­cua­das, inclu­so demen­tes. Pero no por volun­tad pro­pia; el mis­mo des­alien­to, la mis­ma año­ran­za de un afec­to impo­si­ble las ator­men­ta. No son padres crue­les, sólo inca­pa­ces. Hay excep­cio­nes, nos­tal­gias de hoga­res dicho­sos, pero no son usua­les. Exis­te un recla­mo a la inco­mu­ni­ca­ción, la fal­ta de enten­di­mien­to, y, más ate­rra­dor, a la impo­si­bi­li­dad del con­tac­to físi­co entre los miem­bros de una fami­lia, al des­do­ro en demos­trar afec­to por medio del cuer­po. En este sen­ti­do Drab­ble se des­cu­bre pro­fun­da­men­te anglo­sa­jo­na. Los resa­bios de una moral vic­to­ria­na se per­pe­túan en la pro­vin­cia ingle­sa, en ese Yorkshi­re que apa­re­ce una y otra vez como la ame­na­za del pro­vin­cia­lis­mo, la mono­to­nía y la into­le­ran­cia. El nor­te de Ingla­te­rra es una zona fría en más de un sen­ti­do, de mora­das cerra­das y habi­tan­tes hura­ños. El paso de ese terri­to­rio oscu­ro a la vita­li­dad lon­di­nen­se no se da sin difi­cul­ta­des; las jóve­nes estu­dian­tes pasan por Oxford o Cam­brid­ge, se libe­ran, tie­nen la urgen­cia de esca­par del pue­blo y la fami­lia, se ins­ta­lan en una capi­tal que las aís­la, y se que­dan a veces en la tie­rra de nadie, impo­si­bi­li­ta­das de inte­grar­se al nue­vo ambien­te y ate­rra­das de regre­sar a lo impen­sa­ble. Para­le­la­men­te, hay atmós­fe­ras lige­ras, acto­res, escri­to­res, estu­dian­tes, esa fau­na mar­gi­nal empe­ña­da en per­se­guir el éxi­to futu­ro y dis­fru­tar la  vida mien­tras.

Mar­ga­ret Drab­ble está  muy cons­cien­te de las dife­ren­cias de cla­se. En sus tra­mas, el per­te­ne­cer a tal o cual medio es una deter­mi­nan­te impe­ra­ti­va. Las suti­le­zas son a veces dema­sia­do tenues para noso­tros, extran­je­ros, pero pode­mos dar­nos cuen­ta de la rígi­da estra­ti­fi­ca­ción que impe­ra en la socie­dad ingle­sa toda­vía. Ella mis­ma, a tra­vés de sus per­so­na­jes, se reve­la snob. Su sno­bis­mo nos resul­ta ama­ble, por­que no obe­de­ce a la dis­cri­mi­na­ción social o eco­nó­mi­ca ‑hacia las cua­les hay una crí­ti­ca hones­ta- sino a algo que pode­mos com­pren­der y segu­ra­men­te acep­tar: el sen­ti­do de supe­rio­ri­dad incons­cien­te, y a veces muy deli­be­ra­do, que da la inte­li­gen­cia, la edu­ca­ción y la cul­tu­ra. Con esas armas se pue­de dis­cri­mi­nar a los prín­ci­pes y a los mag­na­tes. Extra­ña­men­te, la belle­za físi­ca ‑cua­li­dad que poseen casi todas sus pro­ta­go­nis­tas- es un don ambi­va­len­te. Entre sus figu­ras fuer­tes, deci­di­das, exi­to­sas, esas high-powe­red women que inti­mi­dan y fas­ci­nan a los hom­bres, se des­li­zan las otras, inse­gu­ras, teme­ro­sas, habi­tan­tes de un medio acuo­so, sin refe­ren­cias, como Jane (La cas­ca­da): “bella, de una cruel belle­za sexual…que era una ame­na­za, una cul­pa y una carga…le había pare­ci­do una ben­di­ción desas­tro­sa y cruel, una res­pon­sa­bi­li­dad sal­va­je como un ani­mal al que no pue­de dejár­se­le suel­to…” Jane se encie­rra en una bur­bu­ja claus­tro­fó­bi­ca para evi­tar “las caras de los habi­tan­tes sub­ur­ba­nos, las caras y la iden­ti­dad que tie­nen a pesar de sus hipo­te­cas y sus alar­mas; hay pocas emo­cio­nes tan inno­bles, tan des­pre­cia­bles, como el terror que nos sobre­co­ge, a los que somos como yo, cuan­do cru­za­mos a toda velo­ci­dad por enfren­te de sus ven­ta­nas encor­ti­na­das”. Drab­ble es eli­tis­ta; como bue­na inte­lec­tual, sus esfuer­zos por apre­ciar a los que no lo son resul­tan bien­in­ten­cio­na­dos y no muy fruc­tí­fe­ros. Tie­ne una mira­da sar­cás­ti­ca para juz­gar lo vul­gar o lo medio­cre, pero tam­bién una empa­tía ver­da­de­ra con los pobres y una preo­cu­pa­ción por un sis­te­ma social bené­vo­lo hacia sus mar­gi­na­dos, que sin embar­go los con­de­na a la sole­dad, a la depen­den­cia, a esas meals-on-wheels que ya qui­sie­ran nues­tros ancia­nos y nues­tros enfer­mos pero que a la pos­tre no pare­cen solu­cio­nar el pro­ble­ma humano, como de nin­gu­na mane­ra solu­cio­nan el de los inmi­gra­dos de las ex-colo­nias, pasa­por­te de la Com­mom­wealth en mano, que vie­nen a engro­sar las filas de los mise­ra­bles hijos bas­tar­dos de Su Majes­tad bri­tá­ni­ca.

En 1987, Mar­ga­ret Drab­ble se lan­zó a un pro­yec­to ambi­cio­so. Una tri­lo­gía en más de un sen­ti­do: tres nove­las, tres muje­res en un con­tex­to social y polí­ti­co. En nin­guno de sus libros ante­rio­res había inten­ta­do tan cabal­men­te salir­se de los con­flic­tos del indi­vi­duo a un pano­ra­ma más com­ple­to. La nove­la de ampli­tud his­tó­ri­ca que abar­ca la vida de los per­so­na­jes y del mun­do que los rodea es en últi­ma ins­tan­cia el logro que ambi­cio­na un escri­tor: narrar­se a sí mis­mo y su tiem­po. En esta épo­ca la narra­ción del tiem­po es com­ple­ja; avan­za mucho más rápi­do y sabe­mos mucho más de él. Lo sabe­mos todo, par­cial o fal­sa­men­te, pero lo sabe­mos. No nos alcan­za la men­te para dige­rir los acon­te­ci­mien­tos y esta­ble­cer jui­cios cuan­do ya otros los reba­san y desa­fían nues­tra capa­ci­dad de absor­ción. En estas cir­cuns­tan­cias, “una inco­mo­di­dad, un escrú­pu­lo moral recae sobre el escri­tor ante la dis­yun­ti­va de selec­cio­nar indi­vi­duos de entre la masa de la his­to­ria, del cal­do humano. “¿Por qué éste, por qué no otro?”, dice el narra­dor de Las puer­tas de mar­fil. Las escri­to­ras están esta­ble­cien­do una nota­ble corrien­te uni­ver­sa­lis­ta. Tal vez intu­yen que el indi­vi­duo no es tan intere­san­te ais­la­do de su con­tex­to; el hablar­se a sí mis­mo acer­ca de la pro­pia per­so­na tie­ne sus limi­ta­cio­nes y sue­le con­ver­tir­se en una espe­cie de mas­tur­ba­ción emo­cio­nal monó­to­na para el espec­ta­dor. Oria­na Falla­ci con sus fres­cos de gue­rra, Mar­ga­ret Atwood con sus crí­ti­cas futu­ris­tas, Doris Les­sing y su lar­go tra­yec­to de narra­do­ra de la mujer pro­ta­go­nis­ta de su tiem­po, Mar­ga­ret Drab­ble obser­van­do al indi­vi­duo inmer­so en el caos con­tem­po­rá­neo par­ti­ci­pan de esta bús­que­da por una visión glo­ba­li­zan­te en la lite­ra­tu­ra.

La pri­me­ra par­te de la tri­lo­gía, El camino radian­te, nos intro­du­ce a la vida de las tres pro­ta­go­nis­tas: Liz, exi­to­sa psi­có­lo­ga, fuer­te a pesar de un pasa­do oscu­ro y una infan­cia des­di­cha­da; Alix, tra­ba­ja­do­ra social com­pro­me­ti­da; Esther, inves­ti­ga­do­ra de las suti­le­zas artís­ti­cas y las rare­zas huma­nas. Las tres son la eli­te de su gene­ra­ción: no son ricas, no son de una belle­za nota­ble ni per­te­ne­cen a la aris­to­cra­cia, pero poseen esas cua­li­da­des que pro­yec­tan a los indi­vi­duos con una luz espe­cial con­tra la pan­ta­lla de su medio: son inte­li­gen­tes, ambi­cio­sas, cul­tas y cons­cien­tes. La épo­ca, los años ochen­ta, es la era de That­cher y el neo­li­be­ra­lis­mo  eco­nó­mi­co; es decir, la del des­em­pleo, la des­con­fian­za, cuan­do los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres. Los ochen­ta en Ingla­te­rra, cuan­do suce­de el ata­que a las Mal­vi­nas: un cor­te en la opi­nión públi­ca simi­lar al sesen­ta y ocho en Méxi­co ‑hay suce­sos que divi­den más pro­fun­da­men­te a un pue­blo que las barri­ca­das físi­cas. Cuan­do los acon­te­ci­mien­tos no pue­den sos­la­yar­se, la toma de par­ti­do es inevi­ta­ble y con­fron­ta fami­lias, ami­gos, cole­gas. Las pro­ta­go­nis­tas per­te­ne­cen a la gene­ra­ción privil­egiada que con­sa­gró las opor­tu­ni­da­des para las muje­res, pero toda­vía sien­ten la nece­si­dad de demos­trar que son tan res­pon­sa­bles como los hom­bres, y qui­zá más con­fia­bles y más tra­ba­ja­do­ras.

La Ingla­te­rra de este tiem­po es una socie­dad atra­pa­da en su his­to­ria, que no se pue­de lla­mar deca­den­te si el tér­mino expre­sa una espe­cie de eufo­ria empe­ña­da en pre­ser­var algo que ya no exis­te en la reali­dad, un auge reba­sa­do y sin infra­es­truc­tu­ra que sin embar­go per­du­ra en la ima­gi­na­ción y el com­por­ta­mien­to de la gen­te, apun­ta­la­do por todos los super­fluos ele­men­tos barro­cos que disi­mu­lan las grie­tas en el edi­fi­cio. Más bien una socie­dad en des­cen­so ‑arras­tran­do en la caí­da a sus com­po­nen­tes más vul­ne­ra­bles- y pre­sa de un pro­fun­do des­alien­to y sen­ti­do de impo­ten­cia; un sis­te­ma cla­sis­ta y divi­di­do, cons­cien­te de ser, según uno de los per­so­na­jes, “una colo­nia pobre de los E.U., una pla­ta­for­ma de lan­za­mien­to para misi­les, un tira­de­ro nuclear”. La lite­ra­tu­ra ingle­sa pro­du­ce gene­ra­cio­nes de escri­to­res con una fr¡a apre­cia­ción de las reali­da­des socia­les: los angry young men de los cin­cuen­ta, actual­men­te escri­to­res como Drab­ble, Mar­tin Amis con sus fero­ces retra­tos crí­ti­cos, Doris Les­sing o Ian McE­wan y William Boyd con su iró­ni­ca mira­da moder­na.

El camino radian­te es el que se pro­yec­ta ante las jóve­nes y exi­to­sas estu­dian­tes, sus matri­mo­nios, sus espe­ran­zas. La nove­la es un exce­len­te aná­li­sis de las rela­cio­nes hom­bre-mujer; los pro­ta­go­nis­tas son gen­te de su tiem­po, pro­fun­da­men­te afec­ta­dos por el entorno. No son pro­to­ti­pos, aun­que los hom­bres repre­sen­tan una voz más gené­ri­ca: la cla­se baja en ascen­so ‑con los logros de los seten­ta trai­cio­na­dos por los ochen­ta- que se afe­rra a una mane­ra de pen­sar y actuar ya reba­sa­da; la cla­se media, due­ña de la peque­ña indus­tria apa­ren­te­men­te favo­re­ci­da y que nau­fra­ga­rá  en el mar de los cam­bios eco­nó­mi­cos; el empre­sa­rio encan­di­la­do por las posi­bi­li­da­des del poder en un nue­vo orden. Estos per­so­na­jes mas­cu­li­nos son el telón ideo­ló­gi­co que las muje­res, más fle­xi­bles, más rea­lis­tas, más obje­ti­vas ‑y tal vez más gene­ro­sas- cues­tio­nan y con­fron­tan para seguir su pro­pio camino.

El esti­lo del segun­do libro, Una curio­si­dad natu­ral, da la impre­sión de un flash que ilu­mi­na cier­tas esce­nas, se enfo­ca a deter­mi­na­dos indi­vi­duos y los inter­co­nec­ta por lazos fami­lia­res, socia­les, polí­ti­cos. Aquí las rela­cio­nes de amor y de sexo se com­pli­can, osci­lan en el vai­vén menos pasio­nal y dra­má­ti­co de otra edad. Hay con­ti­nuas refe­ren­cias a los ante­ce­den­tes ances­tra­les, los cel­tas, los roma­nos; el pasa­do sale a la super­fi­cie de la his­to­ria como una expli­ca­ción del pre­sen­te- y así sur­ge en la vida de los per­so­na­jes, como algo oscu­ro escon­di­do en las pro­fun­di­da­des de la men­te que en un momen­to dado se des­pren­de y flo­ta, des­cu­brien­do el frá­gil equi­li­brio de la cohe­ren­cia.

La auto­ra tie­ne una entra­ña­ble habi­li­dad para reco­brar su voz y diri­gir­se al lec­tor. En un momen­to afir­ma que ésta no es una nove­la polí­ti­ca, como lo es en gran par­te El camino radian­te. ¿Cuál es el tema, enton­ces, de Una curio­si­dad natu­ral?  “No, no es una nove­la polí­ti­ca. Más bien una nove­la pato­ló­gi­ca. Una nove­la psi­có­ti­ca”. Noso­tros, lec­to­res, pode­mos pen­sar que es la nove­la de la vio­len­cia, den­tro de una cier­ta tra­di­ción anglo­sa­jo­na. Sin embar­go, no es la vio­len­cia masi­va, mili­tar, que ven­drá en Las puer­tas de mar­fil. Aquí se habla del mal, el del indi­vi­duo, el acto gra­tui­to de Gide. Los perió­di­cos ate­rran al públi­co con una serie de ase­si­na­tos sádi­cos, y su autor es con­de­na­do a cade­na per­pe­tua. Alix lo visi­ta­rá en la pri­sión, alma bene­fac­to­ra y…¿curiosa, más que nada? El ase­sino es el mal: “todo mal es un error; nadie eli­ge el mal cons­cien­te­men­te”. En su cel­da de por vida, el hom­bre “lucha en la oscu­ri­dad por tan­tas alter­na­ti­vas, espe­ran­do la sal­va­ción, espe­ran­do la luz, la gra­cia, la expli­ca­ción, espe­ran­do rein­te­grar­se a la raza huma­na”. Y Alix Bowen lo acom­pa­ña, lo alien­ta: “Per­se­gui­mos lo cono­ci­do des­co­no­ci­do, más y más lejos, más allá de los lími­tes del mun­do que enten­de­mos. ¿La curio­si­dad fatal? Cuan­do vemos el ros­tro de la Gor­go­na mori­mos”. La curio­si­dad como una nece­si­dad de ver­se refle­ja­do en lo extre­mo para com­pren­der los pro­pios ins­tin­tos domes­ti­ca­dos, o para jus­ti­fi­car los pro­pios crí­me­nes, tan ínfi­mos. Liz, psi­có­lo­ga, reba­sa la inter­pre­ta­ción per­so­nal para inte­grar el mal en otro con­tex­to. “En una socie­dad rica hay una moda en los crí­me­nes, las neu­ro­sis y las enfermedades…la vio­len­cia de una nue­va erup­ción en la psi­que del país”. El cri­men indi­vi­dual como resul­ta­do del cri­men polí­ti­co, la vio­len­cia del hom­bre como refle­jo de la vio­len­cia de la socie­dad. Drab­ble sabe sumer­gir al lec­tor en la anéc­do­ta y de pron­to, en unos cuan­tos párra­fos, en dos pági­nas, esta­ble­ce el hilo con­duc­tor de su nove­la, el tema sub­ya­cen­te que jus­ti­fi­ca los acon­te­ci­mien­tos y da las pau­tas para la con­ti­nua­ción de la obra.

Si la pri­me­ra nove­la gira­ba en torno a un eje socio­po­lí­ti­co y la segun­da explo­ra­ba ele­men­tos meta­fí­si­cos, la ter­ce­ra, Las puer­tas de mar­fil, injer­ta al indi­vi­duo en el acon­te­cer his­tó­ri­co con­tem­po­rá­neo que lo ani­qui­la. Mar­ga­ret Drab­ble incur­sio­na en un esti­lo y una temá­ti­ca dis­tin­tos a los ante­rio­res; la nove­la se narra en varias voces, una de ellas dife­ren­te, una mujer vul­gar, frí­vo­la, muy leja­na a su gale­ría de pro­ta­go­nis­tas de eli­te. Por otro lado, la estruc­tu­ra es casi de sus­pen­so, con un final que se deja entre­ver al lec­tor pero des­co­no­ci­do para los invo­lu­cra­dos. Hay ade­más un ele­men­to antes ausen­te de sus nove­las: la acción brin­ca de Lon­dres a Bang­kok, a Viet­nam, a Cam­bo­dia y se lle­na de refe­ren­cias his­tó­ri­cas y cul­tu­ra­les, a la gue­rra, al pro­ce­so de desin­te­gra­ción del civi­li­za­do pue­blo Khmer — Khmer rou­ge aho­ga­do en los cam­pos de la muer­te-. al paso de Malraux por las tie­rras de Orien­te. Es el sal­to de la polí­ti­ca loca­lis­ta de un país a un pano­ra­ma uni­ver­sal; el encuen­tro de Occi­den­te y Orien­te retra­ta­do en el de Stephen Cox ‑el dis­cre­to inte­lec­tual inglés ami­go de Liz y Alix- con la nue­va mujer thai­lan­de­sa, exu­be­ran­te y exó­ti­ca. Stephen par­te a la bús­que­da de una res­pues­ta: ¿Es Pol Pot, el líder del Khmer rou­ge, el incom­pren­di­do héroe sal­va­dor de su pue­blo o el ase­sino que lo ha hun­di­do en la mise­ria y la muer­te? Las tra­ge­dias del siglo XX rara vez ofre­cen res­pues­tas con­vin­cen­tes. Lo impor­tan­te es el por qué de la pre­gun­ta. Stephen nece­si­ta saber, com­pren­der la razón de cier­tas ten­den­cias de la his­to­ria; o com­pren­der su pro­pia acti­tud ante ellas. En un via­je con­de­na­do a prio­ri, atra­vie­sa terri­to­rios igno­tos en bus­ca de la muer­te, tal vez la metá­fo­ra de una socie­dad vie­ja que nece­si­ta revi­ta­li­zar­se a cos­ta de lo que sea.

En su reco­rri­do se une a los des­pla­za­dos del siglo ‑perio­dis­tas, miem­bros de gru­pos de ayu­da, fotó­gra­fos, todos estos occi­den­ta­les per­di­dos en medio de la mise­ria, la gue­rra, la muer­te, que refle­jan tal vez un ansia por inte­grar­se a los mis­te­rio­sos pro­ce­sos de la his­to­ria por vio­len­tos que estos sean: “…nos­tál­gi­cos soña­do­res de sue­ños, naci­dos fue­ra de su tiem­po, ¿no saben que ya se aca­ba­ron los sesen­ta? ¿Han sido inca­pa­ces de acep­tar los ochen­ta? Son des­po­jos de la evo­lu­ción, acu­rru­ca­dos para con­for­tar­se, para guar­dar la ilu­sión de un pro­pó­si­to, mien­tras los pode­res y los super­po­de­res jue­gan sus ines­cru­pu­lo­sos, con­fu­sos, inmi­se­ri­cor­des jue­gos de la indi­fe­ren­cia”.

Drab­ble hace un recuen­to creí­ble y poé­ti­co del mun­do orien­tal bajo dos  mira­das dife­ren­tes: la de Stephen, el aven­tu­re­ro filó­so­fo, y la de Liz, su ami­ga, que en un arran­que poco carac­te­rís­ti­co de fra­ter­ni­dad via­ja a bus­car­lo.

Una cita de Home­ro intro­du­ce la nove­la: “Los sueños…pueden intri­gar y con­fun­dir. No siem­pre pre­di­cen la ver­dad. Nos lle­gan a tra­vés de dos puer­tas: una de cuerno y otra de mar­fil. Los sue­ños que nos lle­gan a tra­vés del mar­fil trai­dor nos enga­ñan con imá­ge­nes fal­sas de lo que nun­ca suce­de­rá: pero las que se nos apa­re­cen a tra­vés del cuerno puli­do hablan cla­ra­men­te de lo que podría ser y de lo que será “. Stephen Cox se encuen­tra ante las dos puer­tas; es esa “cria­tu­ra peli­gro­sa, un soña­dor de sue­ños ideo­ló­gi­cos”. Lo inva­de la curio­si­dad fatal que per­si­gue a Alix, pero en una esca­la mayor. Quie­re encon­trar la res­pues­ta al enor­me pro­yec­to de Pol Pot y a la catás­tro­fe en que se con­vir­tió su deseo de apar­tar a Cam­bo­dia de la his­to­ria. Stephen quie­re, él tam­bién, salir­se meta­fó­ri­ca­men­te de la his­to­ria; de esa déca­da de los ochen­ta cuya lec­ción es que “la ava­ri­cia y la ambi­ción no tie­nen lími­tes naturales…nunca habrá un pun­to en que el hom­bre deci­da que ya tie­ne sufi­cien­te, y que le pue­de rega­lar las sobras a los demás”. Su enor­me des­alien­to ante la muer­te de los sue­ños de Occi­den­te pre­ten­de sus­ti­tuir­los con una espe­ran­za, una reafir­ma­ción de su creen­cia en que pue­de haber algo mejor. Su reali­dad atra­vie­sa las puer­tas de mar­fil, cru­za la línea entre el Tiem­po bueno y el Tiem­po malo, como lo lla­ma la auto­ra, y se ins­cri­be en la his­to­ria del fin del siglo XX, con sus enor­mes trai­cio­nes y sus apo­ca­lip­sis.

La tri­lo­gía de Mar­ga­ret Drab­ble es al mis­mo tiem­po un reto­mar de su obra pre­via y una explo­ra­ción de nue­vos terri­to­rios. El mun­do exte­rior irrum­pe en el  ámbi­to psi­co­ló­gi­co; el tele­fo­to, dise­can­do el cues­tio­na­mien­to con­tem­po­rá­neo, se per­ca­ta de que no pue­de escon­der­se de las coor­de­na­das uni­ver­sa­les y se trans­for­ma en gran angu­lar. Al plan­tear la odi­sea de Cam­bo­dia la con­vier­te en un sím­bo­lo de las tra­ge­dias inex­pli­ca­bles, e inex­pli­ca­das, que cues­tio­nan la evo­lu­ción del hom­bre y su con­duc­ta ante sí mis­mo y sus seme­jan­tes. Es intere­san­te com­pro­bar que la ampli­tud del pano­ra­ma no empe­que­ñe­ce al indi­vi­duo, sino lo pro­yec­ta en nue­vas dimen­sio­nes.

La más recien­te nove­la de Drab­ble, La bru­ja de Exmoor, se publi­ca en 1996, cin­co años des­pués de la ante­rior. Sufi­cien­tes para que se dé un cam­bio- y en cier­ta for­ma se cie­rre un círcu­lo, a reser­va de las sor­pre­sas que la auto­ra nos depa­re en el futu­ro. Con buen sen­ti­do del sus­pen­so, Drab­ble desa­rro­lla una tra­ma ori­gi­nal; en esta eta­pa de su carre­ra ha adqui­ri­do una entra­ña­ble habi­li­dad para com­par­tir su tarea con el lec­tor. Drab­ble con­ser­va su sitio de tes­ti­go y narra­dor, pero alte­ra el nues­tro como lec­to­res: nume­ro­sos gui­ños ‑o fran­cas invi­ta­cio­nes a par­ti­ci­par en el pro­ce­so de la escri­tu­ra- inte­rrum­pen el rela­to. La acom­pa­ña­mos en la cons­truc­ción de la his­to­ria y los per­so­na­jes, los sen­ti­mos cre­cer poco a poco has­ta sen­tir­los nues­tros. Es una voz madu­ra la de Drab­ble, una voz que no teme com­par­tir sus secre­tos. Aquí encon­tra­mos de nue­vo un ambien­te cerra­do, fami­liar: Fri­da Haxby, escri­to­ra, mujer libe­ral y excén­tri­ca, ha deci­di­do reti­rar­se del mun­do y habi­tar Exmoor, una man­sión húme­da y aban­do­na­da a la ori­lla del mar. ¿Qué hace, qué bus­ca Fri­da en tan remo­to y poco hos­pi­ta­la­rio lugar? Es la pre­gun­ta que sin cesar se hacen sus hijos, Daniel, Rose­mary y Gogo, sus pare­jas y sus hijos.  No es una pre­gun­ta moti­va­da por el afec­to; nin­guno ver­da­de­ro hay entre estos exi­to­sos miem­bros de la cla­se pro­fe­sio­nal y Fri­da. Fue­ron niños sin padre, expues­tos al tra­ba­jo, los aman­tes y los intere­ses de una madre indi­fe­ren­te. 

Por otro lado, es una voz des­en­can­ta­da. A tra­vés del jugue­teo iró­ni­co, de la fas­ci­na­ción con el pro­ce­so de crear, se per­ci­be una fal­ta de respuestas…¿o un exce­so de pre­gun­tas? Las de Las puer­tas de mar­fil se diri­gían a un tra­yec­to his­tó­ri­co incom­pren­si­ble y ajeno, la Cam­bo­dia de Pol Pot. Estas, las que se insi­núan en La bru­ja de Exmoor, tie­nen que ver con su pro­pio país, Ingla­te­rra, con su socie­dad y con los pará­me­tros uni­ver­sa­les de injus­ti­cia. Tal vez con la inelu­di­ble inco­mu­ni­ca­ción entre los indi­vi­duos. Uno de los per­so­na­jes ‑David D’Angers, yerno de Fri­da y padre del úni­co nie­to que ella ama- es hijo de expa­tria­dos, miem­bros de la aris­to­cra­cia india de Guya­na: “her­mo­so, inte­li­gen­te y  negro, per­so­ni­fi­ca la vero­si­mi­li­tud polí­ti­ca”. Es, ade­más, com­pro­me­ti­do y hones­to. ¿Bas­tan tan­tas cua­li­da­des para lograr la jus­ti­cia social ? Drab­ble es escép­ti­ca, como lo es tam­bién res­pec­to a su país. En otras obras había denun­cia­do las polí­ti­cas eco­nó­mi­cas de That­cher y su cau­da de mise­ria y des­em­pleo. Aquí, en la voz de Fri­da y las preo­cu­pa­cio­nes de David, se vis­lum­bra una socie­dad ase­dia­da por el con­su­mis­mo, indu­ci­da a una pen­dien­te de dete­rio­ro urbano y rural, en fran­ca deca­den­cia. David y su hijo poseen una belle­za sin­gu­lar; otro per­so­na­je ‑Will- mes­ti­zo anglo-jamai­quino, es “hablan­do con fran­que­za, dema­sia­do atrac­ti­vo para ser inglés de pura raza. Los ingle­ses puros son una raza vario­pin­ta, abi­ga­rra­da y bas­tar­da, man­cha­da de los pig­men­tos equi­vo­ca­dos, con un tipo de cabe­llo que no les favo­re­ce. Los ingle­ses son tor­pes, bur­dos y al mis­mo tiem­po defor­mes”. Esta es la voz de la narra­do­ra, en uno de sus muchos comen­ta­rios per­so­na­les diri­gi­dos al lec­tor. La com­pla­cien­te supe­rio­ri­dad de la cla­se media ingle­sa, a la cual per­te­ne­cen los hijos de Fri­da, es vis­ta al micros­co­pio con poca bene­vo­len­cia. Sin embar­go, el sen­ti­do humo­rís­ti­co de Drab­ble es como un bar­niz que todo lo mati­za. En la nove­la hay tra­ge­dias, muer­tes, trai­cio­nes, narra­das con una voz madu­ra que impli­ca, así son las cosas, y por últi­mo nada es tan gra­ve. En medio de la ambi­ción y a veces la mez­quin­dad, algu­nos per­so­na­jes bri­llan con luz pro­pia. La espe­ran­za del futu­ro recae en Ben­ja­min, el her­mo­so mes­ti­zo y Emily su pri­ma, la chi­ca ingle­sa inte­li­gen­te y pers­pi­caz. El mun­do no se aca­ba­rá, pare­ce decir Drab­ble, mien­tras haya jóve­nes bri­llan­tes y muje­res como Fri­da Haxby: egoís­ta y gene­ro­sa, genial y excén­tri­ca, exi­to­sa y recha­za­da, Fri­da se eva­po­ra como una nube, como el vien­to que azo­ta los pára­mos de Exmoor, se hun­de para siem­pre en el mar y deja como heren­cia su ima­gen de pro­ta­go­nis­ta fas­ci­nan­te.