escritora, periodista y crítica literaria

Nadine Gordimer: La oscuridad del futuro

“El peli­gro está en que no vemos lo que hay des­pués de la lucha, no pen­sa­mos en lo que hay del otro lado. Hay que saber a dón­de va uno, hom­bre.“1

Pre­mio Nobel 1991, Gor­di­mer fue una infa­ti­ga­ble lucha­do­ra polí­ti­ca has­ta el fin del apartheid y el adve­ni­mien­to de Nel­son Man­de­la al poder como el pri­mer pre­si­den­te negro de un país con más de 2/3 par­tes de pobla­ción negra. Su arma de lucha es la escri­tu­ra : “Mis nove­las son anti-apartheid, no por mi odio per­so­nal al sis­te­ma, sino por­que la socie­dad ‑el tema de mi obra- se reve­la a sí mis­ma en ellas…si uno escri­be hones­ta­men­te acer­ca de la vida en Sudá­fri­ca, el apartheid se con­de­na a sí mis­mo” decla­ra en una entre­vis­ta. De raza blan­ca, su situa­ción en el país es de pri­vi­le­gio mien­tras no se opon­ga abier­ta­men­te a las prác­ti­cas racis­tas del gobierno. La ame­na­za de cár­cel o exi­lio nun­ca impi­dió a Gor­di­mer denun­ciar la injus­ti­cia: sus obras fue­ron pros­cri­tas, y sólo su fama en el extran­je­ro le ofre­ció una segu­ri­dad rela­ti­va.

Gor­di­mer ha rea­li­za­do ‑a tra­vés de nume­ro­sos libros- un aná­li­sis de inusi­ta­da intros­pec­ción acer­ca de las rela­cio­nes inter­ra­cia­les. Es una escri­to­ra com­pro­me­ti­da, en la mejor acep­ción de ese tér­mino. Si para Malraux el com­pro­mi­so tenía que ver con el hom­bre en la cri­sis de la vio­len­cia, ahí don­de cada uno “encuen­tra lo mejor y lo peor de sí mis­mo”, en la gue­rra, el terro­ris­mo y la fra­ter­ni­dad, Gor­di­mer lo encuen­tra en la polí­ti­ca como tras­fon­do de la con­duc­ta huma­na. En el cal­do racis­ta, dic­ta­to­rial, vio­len­to de Sudá­fri­ca, sus per­so­na­jes atra­vie­san dudas, debi­li­da­des, terri­bles omi­sio­nes de cri­te­rio y sen­si­bi­li­dad. Son héroes, már­ti­res, trai­do­res, o sim­ple­men­te per­so­nas arras­tra­das por sus bue­nas o malas inten­cio­nes y sus fla­que­zas. Sus nove­las, en el con­tex­to de otro espa­cio y otro tiem­po, se lee­rían con el inte­rés apa­sio­na­do por cual­quier buen libro; para noso­tros, cons­cien­tes de este tiem­po y este espa­cio, se extien­den en la dimen­sión de dis­cur­so polí­ti­co actual.

Si hay algo que Gor­di­mer sabe crear es atmós­fe­ra, al pun­to de hacer vivir a sus lec­to­res el con­fort des­cui­da­do de la pobla­ción blan­ca, el ais­la­mien­to claus­tro­fó­bi­co de los pros­cri­tos, ‑esos no-ciu­da­da­nos con­fi­na­dos a su domi­ci­lio e impe­di­dos de hacer y reci­bir visi­tas so pena de cár­cel- la mise­ria y la mar­gi­na­ción de las ciu­da­des saté­li­tes negras. Fren­te a ese telón actúan sus per­so­na­jes, el sec­tor libe­ral de la pobla­ción afri­kaa­ner o angló­fo­na alia­da a la cau­sa negra, los acti­vis­tas, los indi­fe­ren­tes, los mar­gi­na­dos, blan­cos o negros. Nun­ca se des­cui­da el fac­tor de inte­rés humano; la ten­sión psi­co­ló­gi­ca man­tie­ne la tra­ma y la arras­tra en cres­cen­do. Pero algo más, difí­cil de inte­grar a una nove­la exi­to­sa, hace de su obra un com­pen­dio moderno e inte­li­gen­te; una cons­tan­te de temas uni­ver­sa­les cons­cien­ti­za­do­res de que el hom­bre es un ser polí­ti­co por exce­len­cia, y no pue­de sus­traer la pro­ble­má­ti­ca per­so­nal a los fac­to­res socio­po­lí­ti­cos de su momen­to.

Como en las nove­las indi­vi­dua­les, tam­bién en la obra glo­bal se da un cres­cen­do, ana­lí­ti­co y depu­ra­do. Un mun­do de extra­ños (1958) ini­cia con una fra­se vio­len­ta: “odio los ros­tros de los cam­pe­si­nos”, en boca de Toby Hood, un joven edi­tor inglés recién lle­ga­do a Johan­nes­burg. Hijo de una fami­lia libe­ral, empe­ña­da en adop­tar mar­gi­na­dos y pró­fu­gos polí­ti­cos, su posi­ción es de escép­ti­ca indi­fe­ren­cia. Está satu­ra­do de dis­cur­sos y bue­nas con­cien­cias. Quie­re vivir la vida como ven­ga, apro­ve­char su posi­ción; para­le­la­men­te, posee una sana capa­ci­dad de invo­lu­crar­se con cual­quier cla­se y color de seres huma­nos, y osci­la entre el mun­do blan­co de las gar­den-par­ties y los coc­te­les, y el sór­di­do de las casu­chas don­de los negros se reúnen a beber. Su edu­ca­ción local lle­ga­rá en la figu­ra de Ste­ven Sito­le, su con­tra­par­ti­da negra; si Toby huye de su poli­ti­za­da fami­lia, Ste­ven no quie­re nada que ver con la cau­sa. Pero los pará­me­tros de libe­ra­ción son dife­ren­tes. Ste­ven mue­re en un ridícu­lo acci­den­te, y Toby recu­pe­ra su heren­cia y se inte­gra a la lucha.

En Mun­do bur­gués tar­dío, (1966) el plan­tea­mien­to se agu­di­za. Max, hijo de afri­kaa­ners, niño con­sen­ti­do, lle­ga al terro­ris­mo, es encar­ce­la­do, se con­vier­te en trai­dor, y por últi­mo se sui­ci­da arro­ján­do­se al mar con su auto­mó­vil. “Aho­ra está muer­to. No murió por ellos- por la gen­te, pero tal vez hizo más que eso. En sus esfuer­zos por amar per­dió inclu­so el res­pe­to a sí mis­mo, en la trai­ción. Arries­gó todo por ellos y lo per­dió todo. Dio su vida en todas las for­mas posi­bles; y la caí­da al fon­do del mar fue la últi­ma.” Su viu­da, “res­ca­ta­da” de las auda­cias acti­vis­tas a una vida plá­ci­da, ter­mi­na invo­lu­crán­do­se con un joven polí­ti­co ‑negro ines­ta­ble y peli­gro­so- para con­ti­nuar la lucha.

Tal vez el más cono­ci­do de sus libros, La hija de Bur­ger (1979) pue­de ver­se como una reca­pi­tu­la­ción de la temá­ti­ca gené­ri­ca de Gor­di­mer. Rosa Bur­ger es huér­fa­na de padres acti­vis­tas. Lio­nel Bur­ger dedi­có su vida a la lucha anti-apartheid: es un héroe blan­co de la lucha negra. Miem­bro del par­ti­do comu­nis­ta, líder polí­ti­co, sufre per­se­cu­cio­nes, pros­crip­cio­nes, y mue­re en la cár­cel. El tiem­po lite­ra­rio revol­ven­te recu­pe­ra la infan­cia y ado­les­cen­cia de Rosa en un ambien­te inter­ra­cial, su juven­tud de mar­gi­na­da por con­vic­ción. Sobre todo, esa aplas­tan­te heren­cia que la mar­ca para siem­pre como la hija de Bur­ger. “Soy como mi padre…como dicen que era mi padre. Des­cu­bro que pue­do tomar de la gen­te lo que nece­si­to. Pero ten­go con­cien­cia de que no cuen­to con su jus­ti­fi­ca­ción; mi heren­cia sólo es la faci­li­dad”. En la figu­ra monu­men­tal de Lio­nel Bur­ger se dan res­qui­cios suti­les. La fal­ta de escrú­pu­los del ilu­mi­na­do social: “la son­ri­sa irre­ba­ti­ble, exi­gen­te, con que inva­día la vida de la gen­te logran­do que hicie­ra cosas”…“la gen­te no deja morir a Lio­nel, o lo que le adju­di­can ‑sabi­du­ría, res­pon­sa­bi­li­dad sor­pren­den­te­men­te res­pal­da­da has­ta el pun­to de la arro­gan­cia- no mori­rá con él deján­do­los en paz.” Rosa se deba­te con el medio que la atra­pa en el recuer­do de su padre. Lio­nel sabe que sus obje­ti­vos no se logra­rán mien­tras viva, “nun­ca más ham­bre, nun­ca más dolor”. Idea­lis­ta, no se per­ca­ta que son obje­ti­vos aún inal­can­za­dos en el mun­do occi­den­tal, por más pro­gre­sis­ta que se con­si­de­re. “…Ahí resi­día la ten­sión que vuel­ve posi­ble vivir; entre el yo y los otros. Entre el pre­sen­te y la ges­ta­ción de algo que se lla­ma futu­ro”. Ese futu­ro abs­trac­to, que Lio­nel entre­vé como una posi­bi­li­dad, es cues­tio­na­do por otros. “¿La opor­tu­ni­dad? ¿sabes cuál es tu opor­tu­ni­dad?- comen­ta un pro­fe­sor negro- ¿Sabes de qué estás hablan­do? De la explo­ta­ción racial con la cola­bo­ra­ción de los pro­pios negros. Por eso no tra­ba­ja­mos con los blan­cos. Toda cola­bo­ra­ción con los blan­cos ha ter­mi­na­do siem­pre en la explo­ta­ción de los negros”.

Sin embar­go, hay una gran luci­dez hones­ta en la posi­ción de este gru­po de blan­cos libe­ra­les. “Los blan­cos, y no los negros, son res­pon­sa­bles en últi­ma ins­tan­cia de todo lo que sufren y odian los negros, inclu­so a manos de su pro­pio pue­blo; un blan­co tie­ne que acep­tar este hecho si admi­te algu­na res­pon­sa­bi­li­dad”. Son cul­pa­bles como raza, como gru­po, y esa cul­pa debe ser expia­da con el sacri­fi­cio indi­vi­dual. Lio­nel, en el jui­cio que lo con­de­na a pri­sión de por vida, decla­ra: “sería cul­pa­ble si fue­ra ino­cen­te de tra­ba­jar para des­truir el racis­mo en mi país. Si yo soy cul­pa­ble de esa ino­cen­cia, no será la poli­cía quien ten­ga dere­cho a pren­der­me”.

Rosa quie­re deser­tar de su padre. Quie­re encon­trar algún tipo de vida per­so­nal sin el fan­tas­ma, “más allá de lo que él vivió”. Des­pués de un bre­ve inter­va­lo euro­peo, en el que des­cu­bre un mun­do don­de “la con­ti­nui­dad jamás se que­bran­ta”, regre­sa al suyo, al tor­be­llino suda­fri­cano don­de “si no estás a la altu­ra de enfren­tar­lo todo…eres un trai­dor. A la cau­sa huma­na, a la jus­ti­cia, la huma­ni­dad, la tota­li­dad, no hay medias tin­tas allá”. En París encuen­tra a Baa­sie, el hijo de su nana, su com­pa­ñe­ro de infan­cia, adop­ta­do como un hijo más por los Bur­ger. Y Baa­sie le ense­ña otra cara; “como a tu fami­lia no le moles­ta­ba la piel negra, ¿somos dife­ren­tes a todos para siem­pre? Tú eres dife­ren­te, de modo que yo tam­bién ten­go que ser­lo. ¿Y qué tenía yo de espe­cial? Era un chi­co negro. Todo lo que tocan los blan­cos se con­vier­te en una expro­pia­ción. Inclu­so cuan­do nos libe­re­mos que­rrán que nos acor­de­mos de dar­le las gra­cias a Lio­nel Bur­ger”.

He ahí el pro­ble­ma; el leit­mo­tiv de la lucha, ¿es el triun­fo de los negros, o la dádi­va de los blan­cos? En Max, tan trá­gi­ca­men­te com­pro­me­ti­do, en Lio­nel, en tan­tos hom­bres y muje­res blan­cos que dan su vida, meta­fó­ri­ca o lite­ral­men­te, por la cau­sa negra, aso­ma el con­flic­to del pano­ra­ma occi­den­tal, explo­ta­do como espe­jis­mo ante el negro opri­mi­do. Los pocos racio­na­lis­tas de ambas razas, no des­lum­bra­dos del todo por la eufo­ria del triun­fo posi­ble, dudan. La explo­ta­ción del negro por el negro, o por la tec­no­lo­gía, en un patrón capi­ta­lis­mo-comu­nis­mo ins­tau­ra­do en el siglo XIX para una Euro­pa ago­ta­da…

El euro­peo blan­co tie­ne la con­cien­cia de la supe­rio­ri­dad, si no de sí en tan­to que indi­vi­duo, de su cul­tu­ra. Como pro­fe­ta heroi­co, está dis­pues­to a morir por legár­se­la a estas masas escla­vi­za­das por sus com­pa­trio­tas. No sabe, o no quie­re saber, que las coor­de­na­das occi­den­ta­les pue­den no resul­tar váli­das para un pue­blo inmer­so aún en las luchas tri­ba­les. La libe­ra­ción, ese futu­ro incier­to y pro­me­te­dor, ¿en fun­ción de qué pará­me­tros? O la escla­vi­tud y la explo­ta­ción ‑en el mis­mo cau­ce de occi­den­te- como se ha dado en otros paí­ses afri­ca­nos inde­pen­di­za­dos de la colo­nia. La alian­za del dine­ro y las armas blan­cas con el auto­ri­ta­ris­mo arri­bis­ta de los negros euro­pei­za­dos, blan­quea­dos por la ves­ti­men­ta occi­den­tal y los años en uni­ver­si­da­des ingle­sas o fran­ce­sas. Los niños de Ken­ya, en uni­for­me esco­lar rigu­ro­sa­men­te inglés, bajo el sol sub­tro­pi­cal de Nai­ro­bi. El gobierno de Came­rún, comer­cian­do su país con el ex-colo­ni­za­dor fran­cés. Las juven­tu­des de Sudá­fri­ca, mal ali­men­ta­das, mal edu­ca­das, impre­pa­ra­das, cuyo úni­co hori­zon­te ha sido la huel­ga, la mani­fes­ta­ción ‑con la cár­cel o la muer­te como recompensa‑, que sólo saben luchar y que encon­tra­rán opo­nen­tes idó­neos si se van los blan­cos.

La heren­cia de los blan­cos malos es un pue­blo opri­mi­do, mise­ra­ble, humi­lla­do e igno­ran­te. La de los blan­cos bue­nos es la uto­pía de la demo­cra­cia a la euro­pea ‑el mejor de los mun­dos posi­bles- aban­do­na­do a las ini­cia­ti­vas de ese mis­mo pue­blo, divi­di­do en odios y ren­co­res tri­ba­les que la colo­nia no hizo nada por mejo­rar.

¿La con­vi­ven­cia pací­fi­ca entre blan­cos y negros? Bajo las reglas de quién, bajo los pará­me­tros y el poder de quién.  En el mun­do actual ya no se da el geno­ci­dio ins­ti­tu­cio­na­li­za­do; difí­cil­men­te pue­de con­tem­plar­se la posi­bi­li­dad de que los afri­kaa­ners, esos anti­guos boers de sinies­tra memo­ria, sean arro­ja­dos al mar, o a paí­ses de ori­gen per­di­do en gene­ra­cio­nes de expa­tria­ción. Difí­cil­men­te tam­bién se pre­vé un rever­ti­mien­to de los polos, un país de poder negro con escla­vos blan­cos (aun­que la posi­bi­li­dad haga gui­ños jus­ti­cie­ros al obser­va­dor). La heren­cia de pau­pe­ri­za­ción, dic­ta­du­ra y gue­rras civi­les deja­da por los euro­peos en Asia y Afri­ca es ate­rra­do­ra. Paí­ses amal­ga­ma­dos polí­ti­ca­men­te sin nin­gu­na corres­pon­den­cia a raí­ces étni­cas o cul­tu­ra­les. Para el blan­co, todos los negros, todos los ama­ri­llos, son igua­les. Los zulúes, los masai, los xho­sa son del mis­mo color e igual­men­te sus­cep­ti­bles de ser con­ver­ti­dos a la civi­li­za­ción ‑reli­gión- en un reme­do dis­fra­za­do de una cul­tu­ra aje­na. De ser “domes­ti­ca­dos” en un sen­ti­do que nada tie­ne que ver con Saint-Exupéry. Y de ser aban­do­na­dos, cuan­do las cir­cuns­tan­cias se mues­tran irre­ver­si­bles, a batir­se solos en las tie­rras devas­ta­das por la explo­ta­ción de siglos. Algo que­da, here­da­do con la bue­na inten­ción de los pocos; ins­ta­la­cio­nes, ins­ti­tu­cio­nes extra­ñas que a veces com­pli­can, y pocas veces ayu­dan a pue­blos des­co­yun­ta­dos por la lucha inter­na.

El ver­da­de­ro con­flic­to de incom­pren­sión entre las razas sur­ge en La gen­te de July (1981). Es un esce­na­rio fic­ti­cio; la gue­rra ha lle­ga­do, los blan­cos huyen, y un matri­mo­nio se refu­gia con sus hijos en la aldea de su anti­guo sir­vien­te. Es la exis­ten­cia reco­di­fi­ca­da en sig­nos cul­tu­ra­les dife­ren­tes. La trans­po­si­ción del sta­tus de poder devo­ra a los anti­guos devo­ra­do­res; si July, el sir­vien­te con­sen­ti­do por amos gene­ro­sos, fue obli­ga­do duran­te años a agra­de­cer la bene­vo­len­cia, a adop­tar cos­tum­bres y ropa­jes aje­nos, son aho­ra los Sma­les quie­nes sufren el des­qui­cia­mien­to de la auto­ri­dad rever­ti­da, en un sutil jue­go de terror: la super­fi­cia­li­dad de los patro­nes con­ven­cio­na­les adop­ta­dos por el blan­co libe­ral.

El círcu­lo se cie­rra con Hille­la, (Un jue­go de la natu­ra­le­za, 1987); si Toby Hood que­ría igno­rar la ideo­lo­gía de su fami­lia ingle­sa, Hille­la lo hace con la suya, suda­fri­ca­na. Para Toby, “impor­ta­do”, la con­cien­ti­za­ción lle­ga a tra­vés de su natu­ra­le­za gene­ro­sa y las tram­pas de la amis­tad; para Hille­la, “expor­ta­da”, con el aban­dono de sus padres adop­ti­vos y el amor de un perio­dis­ta sos­pe­cho­so de trai­ción. Con él huye de Sudá­fri­ca, se que­da sola, a la deri­va en el mun­do de los exila­dos polí­ti­cos. Pero Hille­la es una sobre­vi­vien­te, una triun­fa­do­ra. Un mag­ne­tis­mo sexual y una intui­ción natu­ral para rela­cio­nar­se con la gen­te ade­cua­da son su guía: como para su madre, que la aban­do­nó de niña, el cuer­po es “algo mara­vi­llo­so, mara­vi­llo­so; si sólo supie­ran qué tan­to…”. Se casa con Kgo­ma­ni, un líder negro en el exi­lio; tie­ne una hija de él, en desa­fío a “las leyes que han deter­mi­na­do el cur­so de la vida…hechas de piel y pelo…Piel y pelo. Han sido más impor­tan­tes que cual­quier otra cosa en el mun­do.” Quie­re dar­le a su mari­do una cria­tu­ra de “nues­tro color: una cate­go­ría que no exis­te; ella la inven­ta­ría”. Kgo­ma­ni es ase­si­na­do en su pre­sen­cia: “una muer­te trá­gi­ca resul­ta de la lucha entre el bien y el mal”. Esa muer­te la con­vier­te en acti­vis­ta, vive en Euro­pa, en E.U.; la viu­da de Kgo­ma­ni y su hija son famo­sas. Hille­la apo­ya a un líder negro depues­to, regre­sa con él a su país recon­quis­ta­do como su espo­sa blan­ca y se inte­gra a la pri­me­ra pla­na de las figu­ras polí­ti­cas afri­ca­nas cuan­do ‑en una ima­gi­na­ria crea­ción futu­ris­ta- el libro ter­mi­na con la cere­mo­nia de inde­pen­den­cia de Sudá­fri­ca como repú­bli­ca libre bajo un pre­si­den­te negro.

Ese futu­ro es aho­ra. “Una nue­va com­bi­na­ción, eso somos noso­tros; es lo que el mun­do no entien­de. Ni Occi­den­te ni Orien­te nos quie­ren. Nun­ca lo harán” dice Reuel, “tie­nes que tener el poder para ali­men­tar a tu pro­pio pue­blo. Lo logras con armas y lo man­tie­nes con dine­ro”.

“El peli­gro está en que no vemos lo que hay des­pués de la lucha, no pen­sa­mos en lo que hay del otro lado. Hay que saber a dón­de va uno, hom­bre” : la  nove­la de los nue­vos tiem­pos, None to Accom­pany Me, tra­ta jus­ta­men­te de lo que hay del otro lado. Es la épo­ca pre­via a las pri­me­ras elec­cio­nes libres que lle­va­ron a Nel­son Man­de­la al poder. El apa­ra­to repre­si­vo del apartheid está des­man­te­la­do, por lo menos ofi­cial­men­te; los exila­dos han regre­sa­do a su patria, los per­se­gui­dos polí­ti­cos ya no lo son, el futu­ro pro­me­te igual­dad racial; aho­ra se tra­ta de imple­men­tar la jus­ti­cia. La polí­ti­ca del cam­bio, tan anhe­la­da, trae sus pro­pios con­flic­tos. La anti­gua lucha anti­rra­cis­ta se con­vier­te en una carre­ra por el poder; la incer­ti­dum­bre del éxi­to pro­yec­ta una som­bra de duda. “ Hemos cul­pa­do a la mano de obra bara­ta y a la fal­ta de capa­ci­ta­ción por nues­tros fra­ca­sos. Cuan­do nues­tros tra­ba­ja­do­res ya no sean explo­ta­dos, ¿podrán pro­du­cir más y mejor? ¿Qué pasa con las anti­guas for­mas de tra­ba­jo? ¿Con qué con­ta­mos?” son los cues­tio­na­mien­tos que sur­gen en la men­te de los líde­res negros, los futu­ros res­pon­sa­bles de arran­car a la pobla­ción negra de la mise­ria y la igno­ran­cia. Es el terror a care­cer de pre­tex­to; somos así por­que no nos dejan ser de otro modo. ¿Y si ya no hay quien nos impi­da pro­gre­sar, y no lo logra­mos de todas for­mas? Un pue­blo que ingre­sa al mun­do indus­tria­li­za­do con déca­das de atra­so, con masas de jóve­nes sin edu­ca­ción, el 80% de sus habi­tan­tes caren­tes de agua pota­ble, dre­na­jes, ener­gía eléc­tri­ca. El sue­ño pue­de vol­ver­se pesa­di­lla. Y lue­go, está la repar­ti­ción de la tie­rra, las deman­das jus­tas de los des­po­seí­dos por gene­ra­cio­nes, pero tam­bién la lucha de los anti­guos due­ños por con­ser­var los pri­vi­le­gios, por con­ti­nuar domi­nan­do de hecho si no de nom­bre. Más la vio­len­cia des­en­ca­de­na­da entre las fac­cio­nes, los intere­ses tan­to tiem­po sepul­ta­dos, o sim­ple­men­te la otra, uni­ver­sal, de los delin­cuen­tes acos­tum­bra­dos al cri­men a cos­ta de no tener nada qué per­der.

Como en todos sus libros, Gor­di­mer sabe com­bi­nar hábil­men­te la tra­ma polí­ti­ca con el inte­rés humano. En este caso, se con­cen­tra en dos pare­jas ami­gas de juven­tud, Vera y su mari­do Ben, y Sibon­gi­le y Dydi­mus, los acti­vis­tas negros exila­dos duran­te muchos años y aho­ra rein­te­gra­dos a la nue­va patria. El con­flic­to polí­ti­co se libra en la labor de las dos muje­res; Vera en su tra­ba­jo legal, Sibon­gi­le en su pues­to den­tro del Comi­té encar­ga­do de redac­tar la cons­ti­tu­ción, se enfren­tan a los nue­vos tiem­pos. Y al hacer­lo, toman un camino dife­ren­te al de sus mari­dos, Ben, semi­rre­ti­ra­do, Dydi­mus deja­do de lado por las luchas de poder: el anti­guo com­ba­tien­te no es siem­pre el polí­ti­co favo­re­ci­do. En el inte­rior de los matri­mo­nios sur­ge otra lucha, sote­rra­da, peren­ne, entre la mujer exi­to­sa y acti­va y el mari­do dis­mi­nui­do.

Gor­di­mer es lúci­da y hábil para tejer una urdim­bre com­ple­ja; el tema de las masas tan­to tiem­po mar­gi­na­das y aho­ra due­ñas de un bien­es­tar insó­li­to y por lo tan­to incom­pren­si­ble. “Nues­tro pue­blo arri­ba a la capa­ra­zón de la cla­se media sin los medios ni las cos­tum­bres para dis­fru­tar de ella. Así la habi­tan, y des­tru­yen jus­to lo que creían anhe­lar. Lo con­vier­ten en el ghet­to del cual pen­sa­ban haber esca­pa­do”. Los depar­ta­men­tos dise­ña­dos para una fami­lia aco­gen a tres, los dre­na­jes sobre­car­ga­dos dejan de fun­cio­nar, el case­ro cor­ta la elec­tri­ci­dad, y la como­di­dad soña­da se revier­te a la mis­ma pobre­za en dife­ren­te entorno.

La nove­la es una visión agu­da y fría de una nue­va socie­dad; atrás está el tiem­po del idea­lis­mo y la gue­rri­lla. Aho­ra hay que cons­truir, que saber a dón­de va uno, y los suda­fri­ca­nos como Gor­di­mer tie­nen mucho que apor­tar con su gran capa­ci­dad de inter­pre­ta­ción de las nue­vas corrien­tes.

La últi­ma nove­la de Nadi­ne Gor­di­mer, El revól­ver de la casa (The Hou­se Gun, Farrar, Straus and Giroux, New York 1998) se ins­cri­be en lo que podría­mos lla­mar la segun­da eta­pa de su obra. ¿Qué le suce­de a un escri­tor cuan­do la infra­es­truc­tu­ra ideo­ló­gi­ca de sus nove­las deja de exis­tir ? El fin del lar­go domi­nio blan­co ‑cua­ren­ta años de repre­sión y  escla­vi­tud–  pro­po­ne un futu­ro dis­tin­to para una pobla­ción inte­gra­da en una difí­cil amal­ga­ma de razas y cul­tu­ras: un país frag­men­ta­do por años de odio y rebel­día, una mayo­ría muy joven caren­te de edu­ca­ción y satis­fac­to­res, entre­na­da a la lucha clan­des­ti­na des­de la infan­cia. Gor­di­mer acep­ta el reto: si su plu­ma no es ya nece­sa­ria como ins­tru­men­to de lucha, lo será de recons­truc­ción. Su mira­da se diri­ge aho­ra a las cica­tri­ces del pasa­do, las incon­gruen­cias; es decir, como siem­pre, a la socie­dad, o, más bien, al indi­vi­duo den­tro de la his­to­ria.

El revól­ver de la casa nos ofre­ce la his­to­ria de un matri­mo­nio de media­na edad, blan­cos, pro­fe­sio­nis­tas : Harald y Clau­dia Lind­gard han logra­do el éxi­to como indi­vi­duos, como pare­ja y como padres de su úni­co hijo: Dun­can Lind­gard es un arqui­tec­to encan­ta­dor, afec­tuo­so. Pero “algo terri­ble suce­dió ”. Con esta fra­se se ini­cia el libro para lle­var al lec­tor por un camino de sus­pen­so anun­cia­do. Dun­can está pre­so, acu­sa­do de ase­si­na­to, del incon­ce­bi­ble ase­si­na­to de uno de sus mejo­res ami­gos. El alcan­ce de la tra­ge­dia va más allá de lo inme­dia­to y ame­na­za con des­truir un matri­mo­nio antes armó­ni­co. Una vez reba­sa­do el momen­to de pas­mo ini­cial, sur­gen pre­gun­tas, acu­sa­cio­nes, la insi­nua­ción no ver­ba­li­za­da de una cul­pa. ¿Qué fue lo que hici­mos mal? Dun­can es cul­pa­ble; él lo admi­te, ante el estu­por de sus padres. La úni­ca posi­bi­li­dad era el error, la acu­sa­ción fal­sa.  Gor­di­mer hace una disec­ción bri­llan­te del tor­men­to­so pro­ce­so que lle­va a asi­mi­lar lo impen­sa­ble. Pero no se ins­ta­la en la nove­la psi­co­ló­gi­ca; su lar­go tra­yec­to de crí­ti­ca social le ha dado una mira­da agu­da para ana­li­zar las impli­ca­cio­nes, para iden­ti­fi­car pará­me­tros que inte­gren una ima­gen tota­li­za­do­ra. Los Lind­gard no se invo­lu­cra­ron más que tan­gen­cial­men­te en la pro­ble­má­ti­ca racial. El abo­ga­do ele­gi­do por su hijo es negro, un expa­tria­do en Ingla­te­rra que regre­só a su país pre­ce­di­do por el pres­ti­gio de una carre­ra euro­pea. ¿Será el mejor, el tau­ma­tur­go capaz de des­va­ne­cer la oscu­ri­dad del futu­ro ? Exis­ten dudas, la des­con­fian­za ances­tral ante un sec­tor mar­gi­na­do. Para los Lind­gard, su abo­ga­do Motsa­mai es el otro, ese otro des­co­no­ci­do y por lo tan­to omi­no­so. Su hijo, en cam­bio, per­te­ne­ce a la gene­ra­ción del cam­bio. Con­vi­ve con negros, son sus ami­gos, el color no es una barre­ra para la con­fian­za. La tra­ma se des­en­vuel­ve en varios pla­nos: el pro­ce­so, la tra­yec­to­ria emo­cio­nal de los Lind­gard y la ver­da­de­ra his­to­ria del ase­si­na­to. Dun­can come­tió un cri­men pasio­nal; no fue­ron los celos el cata­li­za­dor últi­mo, sino esa sor­pre­sa amar­ga ante la doble trai­ción ‑de la aman­te y el ami­go, sor­pren­di­dos en el sofá de la casa, esa casa com­par­ti­da por un gru­po de jóve­nes libe­ra­les, moder­nos. Es un micro­mun­do mul­ti­rra­cial de ten­den­cias sexua­les varias. No hay jui­cios mora­les en el rela­to de Gor­di­mer, ni en la psi­co­lo­gía de sus per­so­na­jes; el con­flic­to se da don­de quie­ra que con­vi­van seres huma­nos. Sólo que en esta casa hay un revól­ver, un arma com­pra­da entre todos como medi­da de segu­ri­dad. Si no hubie­ra habi­do un arma, ¿habría suce­di­do el cri­men? Aquí la nove­la se bifur­ca en otra dimen­sión, para refle­xio­nar sobre las con­di­cio­nes de vida en el mun­do urbano moderno. Nin­guno de los habi­tan­tes de la casa es agre­si­vo; la deci­sión de com­prar un arma obe­de­ce al cli­ma de peli­gro que per­ci­ben a su alre­de­dor. Son jóve­nes teme­ro­sos de lo que no pue­den pre­ver ni com­ba­tir: el asal­to, el robo. Johan­nes­burg es una ciu­dad vio­len­ta; ha here­da­do la des­igual­dad y la mise­ria. El lega­do de las déca­das de repre­sión se mani­fies­ta en explo­sio­nes cri­mi­na­les.

“Cuan­do empe­cé a escri­bir El revól­ver de la casa, mi inte­rés se cen­tra­ba en el trián­gu­lo de Harald, Clau­dia y Dun­can y en aqué­llos que se movían a su alre­de­dor. Pero duran­te el pro­ce­so, me di cuen­ta que tenía que ver con el cli­ma de vio­len­cia que sen­ti­mos tan cer­cano, y no sólo en nues­tro país. Es una carac­te­rís­ti­ca de la vida urba­na de cual­quier gran ciu­dad”, dice Gor­di­mer en una entre­vis­ta.  Así como sus nove­las ante­rio­res habla­ban — y com­ba­tían- el apartheid,  y al mis­mo tiem­po cons­truían una metá­fo­ra de la cul­pa y la res­pon­sa­bi­li­dad colec­ti­vas y de la obli­ga­ción de la rebel­día per­so­nal, aquí explo­ra la ambi­güe­dad de la exis­ten­cia. Has­ta qué pun­to el indi­vi­duo es víc­ti­ma de cir­cuns­tan­cias for­tui­tas, y evo­lu­cio­na en for­ma incon­gruen­te con su tra­yec­to­ria pre­vi­si­ble; el gra­do en que la con­cien­cia colec­ti­va influ­ye en las con­vic­cio­nes pri­va­das y las trans­mu­ta en hechos reac­ti­vos.

1. Nadi­ne Gor­di­mer, La hija de Bur­ger