escritora, periodista y crítica literaria

Tiempos y sintiempos de la literatura

Nos encon­tra­mos en la fron­te­ra de un nue­vo mile­nio, y las reac­cio­nes a tal acon­te­ci­mien­to van del catas­tro­fis­mo a la espe­ran­za. Un tema actual es  cues­tio­nar si se tra­ta de una fron­te­ra o una meta. Se diría que resul­ta difí­cil hablar de meta, pues­to que el trans­cur­so del tiem­po es inevi­ta­ble, y fatal­men­te tene­mos que lle­gar al año 2000, sin que nues­tra volun­tad ten­ga mucho que ver en el asun­to. Aun con­si­de­ran­do la más negra de las pers­pec­ti­vas, que algún holo­caus­to cós­mi­co aca­ba­ra con el pla­ne­ta en un futu­ro inme­dia­to, el tiem­po, de todas for­mas, lle­ga­ría al año 2000. Pero enton­ces, ¿cuál tiem­po? ¿quién esta­ría ahí para deter­mi­nar si la fecha corres­pon­de, o más bien, si hay una fecha? ¿es el tiem­po algo ajeno a los seres que lo viven, lo pien­san y lo miden? Des­de lue­go, si habla­mos del movi­mien­to astral de las gala­xias, o del tiem­po cien­tí­fi­co de New­ton, ese “tiem­po abso­lu­to, ver­da­de­ro y mate­má­ti­co, con­si­de­ra­do en sí mis­mo y sin rela­ción a lo externo, que avan­za­ría aun­que no hubie­ra nin­gún movi­mien­to”. O del más moderno tiem­po rela­ti­vo, el espa­cio-tiem­po cua­tri­di­men­sio­nal. Si nos limi­ta­mos al tiem­po medi­do, el que el hom­bre ha ence­rra­do en un reloj y un calen­da­rio para estruc­tu­rar su his­to­ria, encon­tra­mos ambi­va­len­cias. El fin de mile­nio, la mági­ca cifra 2000, corres­pon­de al calen­da­rio gre­go­riano ‑uti­li­za­do en el mun­do occi­den­tal- aun­que no nece­sa­ria­men­te al judío o islá­mi­co; y aún en aquel, sur­gen dis­cre­pan­cias de ori­gen: pode­mos hallar­nos en 1996 o en 2015. En el afán por con­ci­liar tiem­po e his­to­ria, un papa o un rey han borra­do días por decre­to. Tal vez la lite­ra­tu­ra podría ocu­par­se, sin saber­lo, en hacer el rela­to de los días per­di­dos; pre­gun­tar­se a dón­de se fue­ron, qué suce­dió en ellos, e inven­tar una his­to­ria para recu­pe­rar­los.

Pero que­re­mos entrar a una nue­va era. Vivi­mos un siglo fati­ga­do, de inven­tos, de gue­rras, des­cu­bri­mien­tos y des­en­can­tos. Qui­zá el tiem­po, como la his­to­ria, desee unas vaca­cio­nes. Ya en 1872, Miche­let comen­ta­ba: ”la mar­cha del tiem­po ha cam­bia­do total­men­te; ha redo­bla­do el paso de una mane­ra extra­ña”. Diga­mos que el siglo XX apre­su­ró el paso y avan­zó a gran velo­ci­dad y en todas direc­cio­nes; y noso­tros, que lo hemos vis­to morir, qui­sié­ra­mos un inter­va­lo para con­tem­plar­lo, aqui­la­tar su trans­cur­so y enten­der­lo. Es un deseo que segu­ra­men­te no es sólo nues­tro, ni úni­co; otros indi­vi­duos, en el oca­so de otras épo­cas, habrán desea­do lo mis­mo.

Dice Malraux que el arte “es la par­te vic­to­rio­sa del úni­co ani­mal cons­cien­te de que debe morir…el arte no libe­ra al hom­bre de ser un acci­den­te del uni­ver­so; pero es el alma del pasado…El arte es un anti-des­tino”. La lite­ra­tu­ra en fun­ción de anti-des­tino, de desa­fío de ese “úni­co ani­mal que sabe que va a morir” a su con­di­ción efí­me­ra; un inten­to mag­ní­fi­co por con­ge­lar el tiem­po, plas­mar­lo de acuer­do a con­cep­cio­nes pro­pias y trans­mu­tar­lo en algo peren­ne. El tiem­po con­ge­la­do de la obra lite­ra­ria se ins­ta­la a la vez en el futu­ro y en el espa­cio; el reto para el escri­tor es jus­ta­men­te esta­ble­cer un tiem­po-espa­cio homo­gé­neo cuyo sig­ni­fi­ca­do per­ma­nez­ca como un lla­ma­do com­pren­si­ble a la sen­si­bi­li­dad y al inte­lec­to uni­ver­sa­les. El estu­dio de la memo­ria y la ima­gi­na­ción demues­tra que el pen­sa­mien­to via­ja en el pasa­do y el futu­ro e intro­du­ce en ellos pará­me­tros de orden indi­vi­dual; en el ámbi­to de lo que sue­le lla­mar­se la “ima­gi­na­ción erran­te”, ésta mani­pu­la los con­cep­tos espa­cio-tiem­po y los recrea como una pro­yec­ción pro­pia. Si el tiem­po no exis­te en el arte es por­que éste pre­ten­de abo­lir­lo en tan­to que está­ti­co o fini­to, y hacer­lo fluir en una reali­dad alter­na. El con­cep­to del tiem­po estruc­tu­ra­do difie­re del sen­ti­mien­to de la dura­ción; si aquél es cuan­ti­ta­ti­vo, ésta es cua­li­ta­ti­va y hete­ro­gé­nea: su rit­mo pue­de ser len­to o rápi­do dado que es sub­je­ti­vo. Si esta­mos fijos en un pun­to, nues­tra idea del movi­mien­to depen­de­rá de la velo­ci­dad de lo que nos rodea; si nos des­pla­za­mos, el obje­to fijo pare­ce­rá huir de acuer­do a la rapi­dez de nues­tro paso. Ya le can­ta­ba Ron­sard a la bella Marie: “El tiem­po se va, el tiem­po se va, mada­me; ¡Ay! no es el tiem­po, no, sino noso­tros los que nos vamos”. La huma­ni­dad ha des­fi­la­do a lo lar­go del tiem­po y éste ha ace­le­ra­do su mar­cha has­ta lle­gar al nues­tro. El indi­vi­duo de fin — o prin­ci­pio –de mile­nio se encuen­tra a la vez atra­pa­do en el tor­be­llino de la ace­le­ra­ción del tiem­po y en la con­cien­cia de la irre­ver­si­bi­li­dad del mis­mo. Si los días y las noches, o el trans­cur­so de una vida ‑para noso­tros habi­tan­tes de un mun­do urbano indus­tria­li­za­do- pare­cen dema­sia­do cor­tas para per­mi­tir­nos aprehen­der lo que nos rodea, y vivi­mos en la exci­ta­ción a veces angus­tio­sa de que­rer más de lo que pode­mos, no es menos cier­to que resul­ta difí­cil esca­par a la exci­ta­ción para refu­giar­se en un ámbi­to de rit­mo más len­to. Esta­mos inmer­sos en el pro­ce­so, nos arras­tra y nos con­fun­de en oca­sio­nes, y el recur­so de adap­ta­ción tie­ne que ser cual­quie­ra menos la renun­cia a nues­tro momen­to. Creo que es en este pun­to don­de el artis­ta, espe­cí­fi­ca­men­te el escri­tor, es el tes­ti­go poten­cial, el tra­duc­tor que pue­de “remon­tar la corrien­te del tiem­po”, como dice Cal­vino, esta­bi­li­zar­lo y devol­ver­lo al lec­tor en una estruc­tu­ra aprehen­si­ble.

La lite­ra­tu­ra es una bús­que­da del tiem­po per­di­do, según Proust, ya que es la memo­ria lo que con­for­ma la ver­da­de­ra reali­dad. “Alber­ti­ne no era ya más que el cen­tro gene­ra­dor de una inmen­sa cons­truc­ción, como la pie­dra que ha cubier­to la nie­ve”. Si se pue­de hablar así de un ser tan ama­do, ¿será que, para el nove­lis­ta, todo suce­so, todo sen­ti­mien­to no es más que el deto­na­dor de su obra, y ésta la rein­ven­ción de aqué­llos? Para inven­tar la reali­dad hay que vivir­la, se diría; cada per­so­na­je, cada his­to­ria tie­ne que ver con las expe­rien­cias de su crea­dor, o de los seres vivos que cono­ce y retra­ta o rein­ter­pre­ta. Esto pue­de pare­cer absur­do a la luz de la lite­ra­tu­ra fan­tás­ti­ca o de cien­cia-fic­ción, que crea mun­dos inexis­ten­tes; qui­zá esos mun­dos sean mera­men­te una com­bi­na­ción surrea­lis­ta, oní­ri­ca, de lo cono­ci­do o de lo que anhe­la­mos. Los cuen­tos infan­ti­les crean un uni­ver­so de ani­ma­les par­lan­tes, de hadas o bru­jas que con­fie­ren a la ima­gi­na­ción aque­llo de lo que la coti­dia­ni­dad care­ce; la nove­la fan­tás­ti­ca hace lo mis­mo al incur­sio­nar en la mate­ria de los sue­ños ‑o las pesa­di­llas- o al plan­tear un futu­ro que poten­cia­li­za la espe­ran­za o la pro­fe­cía funes­ta. El nove­lis­ta es un “simu­la­dor que apa­ren­ta recrear la vida cuan­do en ver­dad la rec­ti­fi­ca”, dice Mario Var­gas Llo­sa; “si entre las pala­bras y los hechos hay una dis­tan­cia, entre el tiem­po real y el de la fic­ción hay un abis­mo”. Ese abis­mo es el pivo­te sobre el cual gira la lite­ra­tu­ra; no se tra­ta de con­tem­plar los hechos para narrar­los con vera­ci­dad, sino de rein­ven­tar el mun­do a la medi­da de nues­tros deseos. El nove­lis­ta es un Mer­lín, due­ño de la his­to­ria y del futu­ro, capri­cho­so como una dei­dad, pode­ro­so como ella e igual de arbi­tra­rio. No impor­ta de qué for­ma estén con­fi­gu­ra­dos los suce­sos, su magia es capaz de trans­for­mar­los, como esa pie­dra cubier­ta por la nie­ve que según Proust es el ori­gen de la cons­truc­ción; las capas suce­si­vas irán ocul­tan­do el gui­ja­rro ori­gi­nal has­ta dejar­lo irre­co­no­ci­ble. El resul­ta­do obe­de­ce­rá a leyes dis­tin­tas a las que obe­de­cía el gui­ja­rro. Al hablar de tiem­pos y sin­tiem­pos de la lite­ra­tu­ra, habla­mos del no-tiem­po de la bue­na lite­ra­tu­ra; en ella, las épo­cas, las cos­tum­bres, los ras­gos pecu­lia­res de un país o una socie­dad des­apa­re­cen para inte­grar un espe­jo uni­ver­sal don­de cual­quier épo­ca, y cual­quier indi­vi­duo, pue­de reco­no­cer su ima­gen. ¿Sería redun­dan­te citar el ser o no ser de Ham­let para ejem­pli­fi­car­lo?

Tal vez por­que el escri­tor, como cual­quier otro indi­vi­duo, está cons­cien­te de la irre­ver­si­bi­li­dad del tiem­po, se empe­ña en fijar­lo en su obra para hacer­lo eterno. Dice Yan­ke­le­vitch que “la expe­rien­cia del pasa­do, que es, des­pués de todo, una expe­rien­cia pre­sen­te, for­ma par­te de la futu­ri­za­ción; nues­tro esfuer­zo por sus­ci­tar ‘otra vez’ la apa­ri­ción de una expe­rien­cia anti­gua desem­bo­ca de hecho en una expe­rien­cia nueva…y el crea­dor mag­ni­fi­ca y glo­ri­fi­ca genial­men­te la mis­ma irre­ver­si­bi­li­dad”. ¿No es el mito la per­pe­tua­ción de un hecho a tra­vés de la his­to­ria, la cir­cu­la­ri­dad de algo que la his­to­ria mis­ma se rehu­sa a dejar morir? 

Todo lo ante­rior tie­ne que ver con un sin-tiem­po pro­pio de la crea­ti­vi­dad, el tiem­po desea­do por opo­si­ción al tiem­po vivi­do del que habla Bache­lard. Es un tiem­po envol­ven­te, el con­cep­to mis­mo de recu­pe­rar el tiem­po, o los días per­di­dos, y trans­for­mar­los en una expe­rien­cia reno­va­da.

En este fin, o ini­cio, de mile­nio,  hay un deseo de retros­pec­ción; el momen­to del recuen­to, diría­mos, para con­si­de­rar alter­na­ti­vas. Si ya Miche­let decía que el tiem­po se había ace­le­ra­do, en las déca­das de este siglo, para no hablar de fechas, tan impre­ci­sas, la nove­la ha encon­tra­do otras dimen­sio­nes para el tiem­po. Ante­rior­men­te,  den­tro de su no-tiem­po, fluía en un cau­ce para­le­lo al real; se ini­cia­ba en el prin­ci­pio, avan­za­ba hacia el final, y su sola direc­ción se veía inte­rrum­pi­da por los remo­li­nos inte­rio­ri­zan­tes don­de el sue­ño o la con­cien­cia alte­ran el cur­so para explo­rar los rin­co­nes de la psi­que. El ejem­plo extre­mo sería la nove­la-río de un Rolland o un Mar­tin du Gard, que arras­tra, jun­to al retra­to de gene­ra­cio­nes de una fami­lia, un frag­men­to de his­to­ria.  “En diciem­bre de 1910, o alre­de­dor de esa fecha, la natu­ra­le­za huma­na cam­bió”, dice Vir­gi­nia Woolf en una ase­ve­ra­ción diga­mos audaz, pues­to que podría argu­men­tar­se que la natu­ra­le­za huma­na ha cam­bia­do muchas veces, o nin­gu­na. Sin embar­go, ella men­cio­na­ba la fecha espe­cí­fi­ca en que la socie­dad a la que per­te­ne­cía cono­ció la obra de los post-impre­sio­nis­tas, Van Gogh, Matis­se, Picas­so, Cézan­ne, y en ese con­tex­to resul­ta com­pren­si­ble hablar de un cam­bio. No sabe­mos qué suce­día con la natu­ra­le­za huma­na en ese momen­to, pero pode­mos estar segu­ros de que el artis­ta había des­cu­bier­to una nue­va  for­ma de inter­pre­tar­la, y que la pin­tu­ra ini­cia­ba una eta­pa. Y Vir­gi­nia Woolf ini­cia­ba un nue­vo tiem­po lite­ra­rio: “exa­mi­ne­mos una men­te común en un día común. Reci­be una miría­da de impresiones…de todos lados, un dilu­vio ince­san­te de áto­mos, que, al caer, con­for­man la vida de un lunes o un mar­tes”. Una vez bom­bar­dea­da en tal for­ma, la men­te no se recu­pe­ra jamás; los lunes y mar­tes de Woolf o de Joy­ce son dis­tin­tos a los que los pre­ce­den. La voz muda del pen­sa­mien­to esta­ble­ce un rit­mo febril o ale­tar­ga­do, un len­gua­je que en vez de narrar la reali­dad la pul­ve­ri­za. El tiem­po de la nove­la se frag­men­tó, se esca­pó del reloj y del calen­da­rio y se apo­sen­tó en el inte­rior de la men­te. Ese tiem­po alte­ra­do siguió su camino lite­ra­rio y ate­rri­zó en Lati­noa­mé­ri­ca, don­de Rul­fo o Gar­cía Már­quez lo cap­tu­ra­ron para trans­for­mar­lo otra vez; aho­ra borra­ron sus lími­tes, lo hicie­ron revol­ven­te, cir­cu­lar. Eli­mi­na­ron inclu­so la noción de memo­ria, pues nin­gu­na hay don­de el pasa­do habi­ta el pre­sen­te y el futu­ro se recuer­da antes de que suce­da. Ya no hay tiem­po per­di­do; el tiem­po indi­ca pará­me­tros, y el hom­bre del siglo XX ha des­car­ta­do los exter­nos para empren­der la bús­que­da en sí mis­mo, don­de el tiem­po es otro, sub­je­ti­vo. “Escri­bir es com­ba­tir el tiem­po a des­tiem­po; escri­bir es un con­tra­tiem­po”, dice Car­los Fuen­tes en Tiem­po mexi­cano, y algu­nas líneas des­pués agre­ga: “entre noso­tros, no hay un sólo tiem­po: todos los tiem­pos están vivos, todos los pasa­dos son pre­sen­tes”. No hay ejem­plo más fide­digno de este con­cep­to que su nove­la La muer­te de Arte­mio Cruz.

Pero hay un tema aquí, uno que, como los días, se extra­vía cada vez más a lo lar­go de este tex­to: el fin de un siglo y el ini­cio de otro. ¿Sig­ni­fi­ca algo, en el con­tex­to de esa lar­ga tra­yec­to­ria de la huma­ni­dad? De la huma­ni­dad lite­ra­ria, que es la que nos ocu­pa. La huma­ni­dad lec­to­ra que nece­si­ta comu­ni­car­se, cote­jar­se, encon­trar­se. Si algo le ha pasa­do al tiem­po en este siglo ‑para no hablar de la cien­cia, si que­re­mos ser opti­mis­tas, o del pla­ne­ta, en el col­mo del pesi­mis­mo- tam­bién le ha suce­di­do al hom­bre. Y a la tie­rra. La geo­po­lí­ti­ca se reor­de­nó en la segun­da mitad del siglo; pero no con un mero cam­bio de líneas ima­gi­na­rias o una sus­ti­tu­ción de pode­res. Vas­tos terri­to­rios vie­ron inte­rrum­pi­do su pro­ce­so his­tó­ri­co por la colo­ni­za­ción, y caye­ron en él, modi­fi­ca­do, muchas déca­das des­pués. Es un ver­da­de­ro tiem­po per­di­do, e irre­cu­pe­ra­ble. Más allá de con­si­de­ra­cio­nes socio-polí­ti­cas o eco­nó­mi­cas, el pro­ce­so des­em­bo­có en un fenó­meno lite­ra­rio. Los escri­to­res que lo ori­gi­na­ron res­pon­den a un pro­ce­so de  trans­cul­tu­ri­za­ción, y éste a su vez a la mira­da poli­va­len­te que el  mun­do de hoy per­mi­te. Un mun­do de escri­to­res y de lec­to­res; la aldea glo­bal edu­ca ciu­da­da­nos de nin­gu­na par­te o de todas. Esta nue­va ola de lite­ra­tos ha logra­do la sim­bio­sis de sus raí­ces ances­tra­les y un idio­ma ‑casi siem­pre su segun­da len­gua- al que enri­que­cen con lo que Sal­man Rush­die lla­ma “la visión este­reos­có­pi­ca” que sus­ti­tu­ye a la  “mira­da total”. Los nove­lis­tas que escri­ben en una len­gua apren­di­da no son un fenó­meno nue­vo ‑Con­rad, Nabo­kov, por ejem­plo; sin embar­go, la nue­va fic­ción corres­pon­de a una tam­bién nue­va for­ma de sin­cro­nía. El gru­po de nove­lis­tas ori­gi­na­rios de las ex-colo­nias ‑o sim­ple­men­te de paí­ses de ultra­mar- edu­ca­dos en Ingla­te­rra, Fran­cia o Esta­dos Uni­dos, y que uti­li­zan el inglés o el fran­cés como len­gua­je lite­ra­rio es gran­de; y muchos se encuen­tran entre los escri­to­res reco­no­ci­dos y pre­mia­dos inter­na­cio­nal­men­te. ¿Qué alqui­mia se da en esta alter­nan­cia y super­po­si­ción de tiem­pos his­tó­ri­cos? La India de Kipling se trans­for­ma en las pági­nas de Rush­die o de Vikram Seth; no es el ámbi­to exó­ti­co traí­do a la cam­pi­ña ingle­sa por el via­je­ro, sino uno, alter­na­ti­vo, des­cri­to en inglés por un indi­vi­duo que cono­ce ambos. Nati­vos de la India que des­cri­ben un Lon­dres que podría ser Bom­bay, o un japo­nés, como Ishi­gu­ro, que retra­ta indis­tin­ta­men­te a una japo­ne­sa de la pos­gue­rra o a un mayor­do­mo bri­tá­ni­co. Con­dé, fran­có­fo­na cate­drá­ti­ca de la Sor­bo­na, se remon­ta a las raí­ces de sus ances­tros escla­vos para recons­truir su lina­je des­de el cora­zón de Afri­ca has­ta las Anti­llas y Euro­pa; la magia y los ritos irrum­pen en el ago­ta­do cer­co del racio­ci­nio o la claus­tro­fo­bia psi­co­ló­gi­ca para correr las cor­ti­nas del tiem­po e inau­gu­rar una nue­va era. Ondaat­je sal­ta de su país de ori­gen — Sri Lan­ka- al Cana­dá de adop­ción o a los desier­tos del nor­te de Afri­ca, otor­gán­do­les a todos su pecu­liar mira­da poé­ti­ca: “Lle­gué a odiar el con­cep­to de nación. Las nacio­nes-esta­do nos defor­man. El desier­to no podía ser recla­ma­do o poseí­do- era una pie­za de tela arras­tra­da por los vien­tos, a la que las pie­dras no podían suje­tar, nom­bra­da de mil for­mas cam­bian­tes antes de que exis­tie­ra Canterbury…Ain, Bir, Wadi, Fog­ga­ra… No que­ría ver mi nom­bre fren­te a nom­bres tan bellos. ¡Borrad los ape­lli­dos! ¡Borrad las nacio­nes! El desier­to me ense­ñó a pen­sar así”.

“El mun­do excén­tri­co es aho­ra el cen­tro, y tal vez la úni­ca for­ma de per­te­ne­cer al cen­tro en el futu­ro será ser un excén­tri­co”: esta cita de Car­los Fuen­tes expre­sa bien la corrien­te con­tem­po­rá­nea de la mar­gi­na­li­dad. Si el fin de mile­nio es una fron­te­ra, segu­ra­men­te ya la hemos cru­za­do, o nos lle­va­rá  aún varios años lle­gar a ella. Creo que no tie­ne nin­gu­na impor­tan­cia. La ver­da­de­ra fron­te­ra debe­ría ser la de la uni­ver­sa­li­dad; ésa se halla muy leja­na den­tro del con­tex­to his­tó­ri­co-polí­ti­co, ase­dia­da por fun­da­men­ta­lis­mos e into­le­ran­cia. El arte, ese anti-des­tino- ‑y espe­cí­fi­ca­men­te la lite­ra­tu­ra- logra­rá tal vez alcan­zar­la. Derek Wal­cott dice, “¿Cómo ele­gir entre esta Afri­ca y la len­gua ingle­sa a la que tan­to amo?” La elec­ción de estos escri­to­res ha sido no ele­gir, sino inte­grar. Inte­grar temas, len­guas, expe­rien­cias y tiem­pos, para enri­que­cer la expe­rien­cia del sin-tiem­po ‑o no-tiem­po- de la lite­ra­tu­ra.